
El PIB español ha mostrado una encomiable resistencia en 2016. Ningún factor externo ha impedido que, trimestre tras trimestre, situara su crecimiento entre los mayores de toda la UE. Así, resistió a un complicado inicio de año, en el que los miedos que provocaban la desaceleración china y la caída sin suelo de los precios del petróleo hundían las bolsas. El referéndum del Brexit tampoco ha logrado empañar un verano caracterizado por la cuantiosa llegada de turistas y el avance del consumo.
Pero la prueba que la economía ha superado con nota es aquélla a la que la han sometido nueve meses de interinidad política. Debe valorarse esta capacidad de resistencia, pero nada sería más dañino que darla por garantizada. De hecho, los expertos ya alertan de que, en el último cuarto del año, la tasa de avance del PIB sufrirá una marcada desaceleración, hasta situarse en el 0,4% intertrimestral, la mitad de la registrada en el tercer trimestre.
No en vano se dará una confluencia de factores que actuará como lastre, algunos de difícil control. Así, al agotamiento de la inercia heredada de los crecimientos récord de 2015, se suma el cierre de la temporada turística o el término de la era del petróleo en caída libre, un factor que acabará pesando en nuestra factura energética.
Pero, por otro lado, actúa también la prolongación de una interinidad política, cuyos primeros efectos se esperaban para 2017, pero que ha adelantado, de forma imprevista, su impacto en variables como la inversión extranjera. La dimisión de Sánchez este fin de semana abre paso a una negociación para favorecer un Gobierno estable, que ataje la desaceleración que se vislumbra en el cuarto trimestre y propicie que la recuperación prosiga.