
A mediados de 2015 entró en vigor el Plan Juncker, el programa bautizado con el apellido del actual presidente de la Comisión Europea, nacido con el propósito de revitalizar la inversión productiva en una Europa convaleciente de la crisis.
Ahora, más de un año después, el propio Jean-Claude Juncker busca potenciar su estrategia y, en el debate sobre el estado de la Unión del miércoles, anunciará una extensión de la misma, de modo que ahora movilizará 500.000 millones, frente a los 315.000 iniciales, y su vigencia se prolongará de 2018 a 2020.
Es previsible que las nuevas cifras, al igual que ocurrió con las anteriores, sigan despertando un marcado escepticismo. No en vano el plan continúa cimentado en la expectativa de que se desencadenará un potente multiplicador que actuará sobre una inversión inicial de las instituciones europeas de tan sólo 21.000 millones (ahora se revisará al alza hasta 34.000). Está todavía por demostrarse que ese multiplicador (que de cada euro extrae más de 15) resulte tan eficaz.
Desde luego, nunca lo logrará si no se atajan los problemas que el plan encontró en su primer año de vida, como la ausencia de un verdadero compromiso de los Estados miembros o la falta de pericia a la hora de elegir a las empresas colaboradoras (recuérdese que Abengoa fue seleccionada poco antes de su preconcurso).
Con todo, resulta innegable que, pese a los retos pendientes, no existe otro plan productivo de esta envergadura activo en la UE y esta área no puede permitirse desdeñarlo con ligereza. Sería todo un error en un contexto como el actual de bajo crecimiento, inflación en mínimos y una política monetaria que, como el BCE insistió la semana pasada, necesita ayuda.