
En la presente legislatura, uno de los principales problemas que afrontará el futuro Gobierno será la situación de Cataluña. No en vano esta autonomía continúa sin Presupuestos, con un Gobierno débil al que la izquierda anti-sistema atenaza y con un presidente, Carles Puigdemont, que se someterá a una incierta cuestión de confianza.
Todo ello es el colofón a la temeraria deriva en la que el antecesor de Puigdemont, Artur Mas, sumió a Cataluña, una de cuyas señas de identidad ha sido una pésima gestión económica que, entre otros perjuicios, disparó la deuda de la Generalitat.
De hecho, según las previsiones de Hacienda, el pasivo del Gobierno catalán terminará este año en casi 77.000 millones, lo que implica que se ha más que duplicado (crece un 115%) con respecto a 2010, el año en el que Mas accedió a la Presidencia. Ante cifras así, sólo cabe preguntarse qué tipo de gestión justifica un desboque tan descontrolado de la deuda.
Sin duda, la respuesta no está en la administración de los servicios primarios, ya que, si algo caracterizó a las legislaturas de Mas, fueron las deficiencias, todavía no resueltas, en aspectos tan básicos como los pagos a las farmacias. Por tanto, sólo cabe concluir que Mas no dudó en sacrificarlo todo a la financiación de las exigencias políticas y propagandísticas de su aventura soberanista.
El resultado es un pernicioso legado, en forma de deuda disparada, que condena a Cataluña a mantener su calificación crediticia en el actual nivel de bono basura y a carecer de toda autonomía financiera. En paralelo, alimenta las posibilidades de que sus ciudadanos y empresas sufran nuevas subidas de impuestos, en un territorio que ya soporta una de las mayores presiones fiscales de Europa.