
Los jefes de Estado y de Gobierno de la UE iniciaron ayer su reunión ordinaria de verano, aunque nada puede ser ya normal en ese encuentro, después de que Reino Unido sorprendiera la semana pasada al aprobar en referéndum su abandono de la Unión. En tan inusuales circunstancias, el primer ministro saliente, David Cameron, acudió a Bruselas para explicar en una sola sesión (no está prevista su presencia en las reuniones de hoy) los entresijos del complicado escenario al que sus nefastos cálculos políticos han conducido.
Cameron no llegará más lejos en los próximos días, en la medida en que ya ha dejado entrever que la tarea de enviar la carta para activar el artículo 50 del Tratado de la UE, primer paso para la separación, le corresponderá a su sucesor. Es comprensible que ni el premier ni su Parlamento tengan prisa por iniciar un proceso de consecuencias imprevisibles, que ya convulsiona su país, sin antes debatir cuál será el nuevo estatus de las relaciones Reino Unido-UE.
Pero es igualmente lógico que la Unión adopte una actitud severa ante las pretensiones de negociar que Londres muestra y le apremie a buscar la puerta de salida. Reino Unido es el mayor perjudicado por el Brexit, pero eso no quiere decir que el resto del club, en especial su economía, salga indemne. De momento, el BCE estima que la eurozona sólo perderá una décima parte (cinco décimas) de su crecimiento previsto para los próximos tres años.
Ahora bien, ese saldo podría dispararse si la Unión se muestra excesivamente tibia ante el Brexit y alienta involuntariamente procesos semejantes que, en germen, ya actúan en Holanda, Dinamarca o incluso Francia. La firmeza es condición indispensable para que la UE salvaguarde su integridad.