
La desafección de una gran parte de la clase empresarial catalana hacia el proceso soberanista ha sido un fenómeno creciente en los últimos años, que alcanzó su apogeo en las vísperas de las elecciones de septiembre. Fue entonces cuando las organizaciones más representativas, con Foment a la cabeza, alzaron con claridad su voz de protesta.
Es cierto, no obstante, que incluso en esos momentos el ahora president en funciones, Artur Mas, contaba aún con el apoyo, más o menos manifiesto, de algunas de las empresas familiares más importantes de ese territorio. Sería materia de debate determinar hasta qué punto apellidos como Carulla, Grifols o Rodés pueden identificarse con el independentismo en sentido estricto.
Lo que parece más claro es que estos empresarios vieron con buenos ojos la posibilidad de que Cataluña obtuviera del Estado mayores concesiones, sobre todo, en materia financiera, y eso los atrajo al bando de Mas, además de otros factores como la tradicional raigambre burguesa de la Convergéncia, que Mas ha dinamitado.
Sin embargo, la manera en que el president ha extremado su desafío sólo podía acabar ahuyentando incluso a los más acérrimos de su núcleo duro empresarial. Ninguno de ellos puede estar cómodo en un escenario tan descabellado como el actual, en el que el todavía jefe del Ejecutivo catalán se encuentra a merced de las decisiones de la CUP, una formación asamblearia abiertamente anti-sistema y contraria al capitalismo en todas sus formas.
Es una situación extrema que debe hacer reflexionar a quienes jalearon a Mas cuando emprendió su deriva y también al propio president, quien ha perdido todos sus respaldos tradicionales.