
Ni la Bolsa ni los bancos griegos abrirán hoy sus puertas, iniciando un cierre que puede prolongarse, en ambos casos, hasta una semana, mientras las entidades siguen dependiendo de la liquidez de emergencia del BCE. Paralelamente, la población se verá sometida a controles de capital, como el que limita el máximo de retirada en los cajeros a 200 euros, en lo que constituye un auténtico corralito.
El desencadenamiento de tan extremo escenario es inaudito cuando, a finales de la semana pasada, las posturas estaban más cerca que nunca. De hecho, no más de 3.000 millones separaban el programa de ajustes que demandaban sus acreedores y el que Atenas ofrecía. Pero no es la flexibilidad de los recortes lo que constituye la prioridad de Tsipras. Lo delata la naturaleza del referéndum convocado para el domingo día 5 de julio, una aparatosa consulta orquestada con objeto de decidir sobre un programa de rescate que ya estará expirado (mañana termina su vigencia).
Lo que realmente quiere arrancar el primer ministro a sus acreedores es lo que estos dejaron fuera de las negociaciones: una reestructuración de la deuda y, para ello, ha decidido llevar hasta el extremo su órdago, tomando como rehenes a la economía de su país, ya en recesión, y sobre todo a su población. Ha colocado al país contra las cuerdas, al allanar el terreno para un impago soberano sin abandonar la Unión Monetaria. Se trata de un escenario de plena incertidumbre sobre sus resultados, que demuestra que el Gobierno se encuentra a la deriva, y que Tsipras se aferra a una estrategia suicida para doblegar a sus acreedores. En el probable caso de que esta táctica fracase, tendrá como primera víctima a Tsipras y su Ejecutivo.