El fin de la crisis del euro, la salida de la recesión y la recuperación de la confianza han llevado la financiación de nuestra deuda a los niveles más bajos de su historia. A ello se ha añadido que los vaivenes sufridos por los países emergentes hicieran volver la vista de los mercados hacia zonas más seguras. También influyó en este gusto por las emisiones españolas el consejo dado por J.P. Morgan el pasado mes de enero al proclamar que España volvía a estar de moda. Gran parte de las expectativas suscitadas ya están cubiertas y es difícil que el bono español, que se encuentra en mínimos históricos del 2,8-2,9% vaya a seguir bajando, salvo que la inflación se aminore y que el BCE decida en junio una compra de bonos al estilo de la Fed (Quantitive Easing). Algo difícil porque el Estatuto del BCE no contempla esta posibilidad.
Si sigue bajando el interés que pagamos por nuestra deuda -ya ofrecemos bonos ligados a la inflación y muy cercanos a los alemanes y americanos- con seguridad perderemos atractivo. Vivimos una enorme paradoja: con el coste de financiación en su nivel más bajo, el peso de los intereses de la deuda sigue creciendo. La razón es nuestro insoportable nivel de endeudamiento prácticamente en 100 por cien del PIB, que seguirá aumentando hasta 2016. El Tesoro mantiene un elevado volumen de emisiones porque nuestros ingresos no cubren nuestros gastos. Sin embargo, se demoran las dos vías por las que se podría poner coto a esta situación: la reforma fiscal y la reforma del sector público. Solucionar estos problemas es lo que impulsará la recuperación y la creación de empleo y es el trabajo en el que se debe centrar el Gobierno que aun no terminado de hacer sus deberes.