La desconfianza de los inversores sobre la salud de la economía española y sobre el sistema financiero se mantiene porque todavía persisten los problemas y no se han visto actuaciones decididas, como el cierre de entidades que reunían suficientes papeletas para ello. Las dos reformas sucesivas del sistema financiero se dirigieron a poner en marcha procesos de fusiones, que han conseguido agrupar los problemas cada vez mayores en un número de entidades menor. Mientras en casi todos los países de nuestro entorno se optó por la creación de los denominados bancos malos, el Gobierno, que lo estuvo sopesando antes de aprobar la reforma financiera, finalmente desechó la idea.
Se impuso el criterio hacendístico de que la creación de un banco malo supone cargar el aval de la operación sobre el Estado, a pesar de que no afecte al déficit. La virtud del banco malo reside en que permite un saneamiento total de las entidades, consigue que el crédito fluya antes y reduce la morosidad. Las banca española supera el 8% de mora y el problema se está trasladando del inmobiliario a las pymes. Un bucle que, como se siga enredando, acarreará problemas mayores. El temor de los políticos a llamar a las cosas por su nombre hará que al instrumento que se cree para los activos menos líquidos del inmobiliario, los suelos, no se le dé la denominación de banco malo. Eufemismos aparte, la operación se realizará en cuanto haya finalizado el proceso de fusiones para evitar que las entidades frenen su ritmo de fusiones. Lo importante es cerrar adecuadamente y cuanto antes la reforma financiera y enmendar los errores cometidos. Los inversores y nuestros socios de la UE sabrán apreciarlo.