
Theresa May ha elegido un arriesgado bando en la partida de ajedrez en la que ha derivado la cuenta atrás del Brexit, ya que quiere ganarse al frente eurófobo para salvar su acuerdo, cuando resulta más que dudoso que su apoyo sea suficiente para garantizar su aprobación.
El Parlamento británico alberga mañana una nueva votación sobre la estrategia prevista tras la derrota del plan hace dos semanas, aunque lo verdaderamente significativo serán las enmiendas para impedir una ruptura no pactada. La más importante es la de la parlamentaria laborista Yvette Cooper, ya que no se limita a instar al Gobierno a evitar el caos anticipado, sino que plantea una ley para imposibilitarlo oficialmente mediante la ampliación de la permanencia en la UE.
El movimiento es clave, dados los planes de May de retocar con Bruselas la controvertida salvaguarda irlandesa, para promover un segundo y supuestamente definitivo voto en Westminster. Su intención resulta cuestionable, cuando la UE ha reiterado repetidamente que la cláusula no se reabre e Irlanda lo corroboró ayer: el mecanismo de seguridad para esquivar una frontera dura es un compromiso redactado en base a los intereses de Reino Unido y, como tal, no se puede demandar más flexibilidad.
Pese a ello, la premier continúa en una huida hacia adelante en la que solo ella parece creer, sobre todo después de que el presidente de la Comisión Europea la hubiese advertido de que renegociar la salvaguarda implicaría contrapartidas en las líneas rojas británicas. Jean Claude Juncker habría planteado la permanencia en la unión arancelaria como el precio a pagar por una cesión significativa de los 27, una condición difícil de digerir para una mandataria que sigue identificando el veredicto del referéndum como un mandato de romper no solo con la unión tarifaria, sino que también con el mercado común.
Partida de ruleta rusa
Por si fuera poco, May ha iniciado una peligrosa partida de ruleta rusa que podría conducir a la ruptura caótica que casi todos los frentes, Downing Street incluido, quieren evitar. Para empezar, no prevé otorgar la libertad de voto que los ministros pro-UE demandan en la ronda de enmiendas de mañana, un veto que podría granjearle una cadena de dimisiones entre aquellos que consideran impedir un divorcio no pactado más importante que las lealtades partidarias. Más grave aún es la temeraria aproximación a dos bandas por la que pretende convencer tanto a los euroescépticos de su partido como a Bruselas de que los números están de su parte, sobre todo, porque su razonamiento podría estar equivocado de partida.
May considera que con que la UE modifique la salvaguarda irlandesa, bien sea imponiendo un límite temporal, o la posibilidad de abandonarla unilateralmente (dos matices planteados por enmiendas presentadas para la sesión de mañana), Westminster le dará el visto bueno al plan. El problema es que el 15 de enero había sido derrotado por 230 votos de diferencia, 118 de ellos procedentes de las bancadas tories, más de un tercio del grupo parlamentario. De estos, solo 34 consideraron el mecanismo de seguridad su única preocupación, cerca de una veintena estarían dispuestos a abandonar el bloque sin acuerdo y recurrir a los términos de la OMC, ocho quieren un segundo referéndum y casi medio centenar plantean fórmulas alternativas, como la basada en el pacto comercial con Canadá.
En consecuencia, la aritmética parlamentaria, por sí misma, cuestiona el sentido mismo de la estrategia de una dirigente que ha renunciado a la construcción de consensos con otras fuerzas políticas, pese a la recomendación de parte de su círculo más cercano, por considerar que un acercamiento a sus rivales amenaza con una escisión en los conservadores. Su cálculo de riesgos en clave partidista podría costarle caro, no solo en materia de Brexit, sino en las urnas, sobre todo porque la negativa que comparte con el laborista Jeremy Corbyn a considerar siquiera un nuevo plebiscito podría convertir al adelanto electoral en la única herramienta para desbloquear la parálisis.