
Theresa May ha perdido el rumbo en el laberinto del Brexit y en vez de aproximarse a la ansiada salida de la Unión Europea, aparece cada vez más cerca de un minotauro que amenaza no solo con aniquilar su carrera política, sino con provocar la caída del Gobierno y, lo que es peor, el infortunio de precipitar un divorcio caótico.
Es difícil hallar en la historia reciente un mandatario que proyecte un retrato más desvalido que el encarnado por la primera ministra británica: vituperada por su propio partido, condenada en Westminster y refutada en el continente.
La escena de su último careo con Jean-Claude Juncker, grabada por las cámaras de la Comisión, quedará probablemente como el lastimoso símbolo de una negociación sentenciada desde que May apostó por la huida adelante como estrategia política. La premier se creó su propia trampa al parapetarse tras una infundada confianza en que, si lo deseaba de verdad, sus deseos se harían realidad, independientemente de que todas las señales a su alrededor le indicasen que se encaminaba a una colisión frontal con la realidad.
Perdió la leve autoridad de Chequers
Primero desoyó las advertencias de la Unión Europea de que no le permitiría seleccionar los elementos que le convenían y desechar los que no. La feble autoridad lograda con la aprobación del denominado Plan de Chequers, a costa de dos dimisiones de perfil alto, se hizo trizas tan pronto como Bruselas lo declaró inválido por ser una demostración del cacareado cherry-picking, el equivalente inglés a estar en misa y repicando.
El rechazo la obligó a claudicar y aceptar una propuesta destinada al desahucio en casa, ya que ni partidarios del Brexit, ni de la continuidad; ni su partido, dividido como nunca; ni los unionistas norirlandeses de quienes depende su continuidad; ni por supuesto la oposición; aceptarían nunca una propuesta que podría dejar a Reino Unido atrapado permanentemente en una unión aduanera con la UE. Todos dejaron claro su rechazo, como anteriormente habían hecho los Veintisiete, pero May continuó aferrada a su fe de que, en última instancia, el riesgo de una salida no pactada, contribuiría a la aprobación in extremis del acuerdo.
Todo lo acontecido desde la rúbrica del mismo el 25 de noviembre era esperable: desde Bruselas se había reiterado, literalmente hasta la saciedad, que los documentos no se tocaban y que no había posibilidad alguna de mejorar la oferta y suficientes facciones parlamentarias habían aclarado también que jamás podrían votar a favor de la propuesta, dadas las reticencias existentes en todos los grupos de la Cámara de los Comunes en torno la controvertida cláusula de seguridad para evitar una frontera dura de Irlanda con Irlanda del Norte.
Débil y aislada
May, sin embargo, parece haber entendido la situación solo ahora, después de un motín interno que la ha dejado más debilitada todavía y tras sufrir un trágico aislamiento entre sus todavía socios, dispuestos a ayudarla, pero no convirtiéndose los apagafuegos de la hoguera que la consume en Westminster.