Economía

Soluciones para las pensiones: ¿cotizaciones, impuestos, capitalización?

Todos hemos oído hablar desde hace bastante tiempo del cuestionamiento de la sostenibilidad a medio o largo plazo del sistema público de pensiones por diversas razones, más o menos estructurales, entre las que se aducen, como mínimo, el aumento de la longevidad, el descenso de la natalidad, la llegada a la jubilación de la generación de los babyboomers, las altas tasas de desempleo, la disminución de los salarios (hace poco se hacía público el dato de que el salario medio está ya por debajo de la pensión media).

Todos estos factores contribuyen, de una u otra manera, a comprometer la solidez y perdurabilidad de un sistema de financiación, el sistema de reparto, que, basado en el principio de solidaridad intergeneracional, descansa sobre la premisa de que las cotizaciones sociales efectuadas sobre los salarios por los trabajadores en activo y sus empleadores se destinan a pagar las pensiones del personal ya jubilado. El presente artículo no pretende ni aportar soluciones ni echar más leña aún al fuego, sino introducir, modestamente, algunos elementos para la reflexión.

La ley de bases fundadora de la actual seguridad social es de 1963 y se basó en sólidos estudios actuariales y en asimismo sólidos principios que pueden apreciarse en la introducción a la misma. Han pasado cincuenta y cinco años, con cambios notables de modelo económico, de sistema de producción, de entorno global, incluso de régimen político... No resulta de extrañar, por tanto, que posiblemente se haga necesaria una revisión a fondo del sistema que se fundó sobre tales bases, en lugar de continuar acumulando parche sobre parche. ¿Cabría hablar incluso de refundación? Seguramente sí, comenzando por desagregar los distintos factores que intervienen en las dificultades que atraviesa el sistema y por determinar cómo influye y cuánto pondera cada uno, así como, a partir de ello, sentar unas nuevas bases para un nuevo sistema, si bien a ello se oponen, según parece, varios y poderosos motivos.

El primer motivo y más evidente es la faceta política de la cuestión. El llamado Pacto de Toledo, de 1995, se planteó ya un análisis de los problemas estructurales del sistema de seguridad social y de las principales reformas que se debían acometer. Debajo de este pacto latía la intención de sacar de la política la cuestión de la viabilidad de la Seguridad Social y afrontarla de una forma técnica, desapasionada y consensuada, por encima del debate ideológico y con ánimo de repartir por igual los costes electorales que la adopción de posibles medidas impopulares pudiera acarrear a los sucesivos gobiernos. Se creó la correspondiente comisión parlamentaria, que se ha ido reproduciendo en las sucesivas legislaturas. Dejando aparte la cuestión de si los resultados han estado o no a la altura de las expectativas generadas, de lo que no cabe duda es de que la actual correlación de las fuerzas políticas y sus respectivas posiciones dificultan notablemente la operatividad de dicho pacto y comisión.

Un segundo motivo es la notable incertidumbre derivada de un entorno, como el actual, de permanente y profundo cambio, en el que, de hecho, nuevos retos se han añadido ya a los que se afrontaban en 1995. Se hace mucho más difícil que en 1963 sentar unas bases sólidas y duraderas para un nuevo sistema viable y eficiente de Seguridad Social. Habría que considerar no solo la evolución y la situación presente de los factores arriba aludidos, sino un estudio prospectivo de las tendencias en materia poblacional, de mercado de trabajo, etc., lo que se antoja mucho más difícil, pero algo debería poderse hacer.

Hay dos líneas muy generales que se postulan con frecuencia: de un lado, la de reconsiderar el sistema de reparto, conservándolo esencialmente para garantizar unos mínimos y complementándolo con planes de pensiones privados obligatorios e incentivados fiscalmente que funcionen en capitalización individual, y, de otro, la de derivar todo o parte de la financiación de las pensiones a impuestos. La primera afronta los problemas de la transición desde el sistema actual y del hecho de que la capitalización individual de aportaciones individuales presenta importantes limitaciones en cuanto a las disponibilidades para ahorrar y en cuanto a poder proporcionar unos niveles de cobertura suficientes.

La segunda obvia con frecuencia la cuestión, esencial y en ningún modo neutral, de hacia dónde se dirigiría la nueva carga impositiva, si más hacia la imposición indirecta (el consumo) o hacia la impsición directa (las rentas), y, dentro de ésta, si más hacia la corporativa (empresas) o hacia la personal (individuos), es decir, quién pagaría la ronda y con qué garantías de sostenimiento y viabilidad.

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