
El Gobierno británico afronta esta semana un complicado ejercicio de prestidigitación política que medirá las posibilidades reales de materializar los objetivos fiscales fijados para la actual legislatura.
En su primer presupuesto ordinario desde que los conservadores se hiciesen con la mayoría absoluta en mayo del pasado año, el ministro del Tesoro deberá resolver la complicada ecuación de cuadrar el superávit al que aspira para 2020 con la actual ralentización de la economía doméstica y la impopularidad que le acarrearían potenciales subidas de impuestos y tijeretazos adicionales a los ya previstos para un lustro todavía marcado por la austeridad.
Desde las generales de 2015, George Osborne ha presentado dos paquetes que le permitieron reivindicar las beldades de su férreo control del gasto. Convertido en el nuevo hombre fuerte de un gabinete monocolor, en julio, cuatro meses después del último Presupuesto de la coalición y tan sólo dos de los comicios, aprobó unas cuentas extraordinarias para instaurar una agenda tory de "salarios altos, bajos impuestos y menos asistencia".
Si por entonces había apostado por una declaración de principios con tanto peso político como económico, con ajustes más graduales y un retraso del superávit hasta 2019/20, este miércoles está obligado a aclarar si este reto continúa siendo factible.
Las dudas están justificadas y, en un panorama de alto voltaje, la certidumbre resulta complicada incluso para Osborne: aparte de que el tamaño de la economía es menor del que se había pensado y, sobre todo, que Reino Unido se haya especialmente expuesto a la volatilidad a escala global, el referéndum sobre la continuidad en la Unión Europea proyecta una alargada sombra sobre la estabilidad de unas finanzas británicas que, inevitablemente, sufrirían un fuerte impacto ante una potencial salida.
El propio Osborne se ha convertido en un improbable defensor del mantenimiento del statu quo, por lo que tendrá que extremar la precaución para evitar que el proyecto económico más importante del año sea percibido por el bando a favor de la Brexit como un instrumento parcial para defender una opción a la que se opone prácticamente la mitad del Grupo Parlamentario Conservador. El coste económico del plebiscito, no obstante, es innegable incluso en los actuales meses de campaña, en los que factores cruciales como la inversión atravesarán un período de impasse hasta el veredicto del 23 de junio.
El grado de incertidumbre va más allá de la votación, puesto que el "mandato fiscal" autoimpuesto por el ministro del Tesoro constituye la verdadera incógnita de este segundo y último mandato de David Cameron. Expertos como los del Instituto de Estudios Fiscales (IFS, en sus siglas en inglés) han considerado la meta del superávit "inflexible" y han advertido de que alcanzarla requerirá de aumentos de impuestos y difíciles recortes.
Teniendo en cuenta que, a la altura de 2019-20, el gasto en los servicios públicos, sin contar Sanidad, se encontrará a su menor nivel en relación al PIB desde, como mínimo, 1948, las perspectivas no son alentadoras. No en vano, Osborne se ha jugado su apuesta a la delicada carta del crecimiento, a pesar de que las previsiones para este año y para el próximo han sido testarudamente revisadas a la baja desde la presentación de la revisión de gasto el pasado mes de noviembre.
Ya a principios de año, el titular del Tesoro reconocía que 2016 sería el año más complicado desde el colapso financiero. Las tensiones en Oriente Medio, la incertidumbre en torno a China, la caída de las materias primas, especialmente el petróleo, y las dificultades que atraviesa el bloque de los BRIC presentan inquietantes ramificaciones para un Reino Unido inevitablemente interconectado al sentir del resto del planeta.
Escaso margen de maniobra
Por ello, cualquier fluctuación adicional del crecimiento, la continuidad del pobre progreso de los sueldos, o la volubilidad de los mercados supondrían un golpe para el desafío del superávit, sobre todo, porque el margen de maniobra es escaso: tan sólo 10.000 millones de libras (12.760 millones de euros), un 0,5% del PIB nacional.
Por lo pronto, los salarios no invitan al optimismo: el Banco de Inglaterra redujo su estimación del 3,75% de subida este año al 3% y cualquier tendencia a la baja significa menos ingresos fiscales, o lo que es lo mismo, incrementa la posibilidad de elevar impuestos o afilar la tijera en nombre del "mandato fiscal".
El lance es notable para uno de los referentes de la austeridad en Europa y del éxito de la jugada podría depender el ascenso de Osborne al frente del Partido Conservador, o su paso a la historia como el canciller que desperdició la recuperación de la primera gran crisis del siglo XXI.