
Desde que existe la civilización, el mar ha sido una de las fronteras más temibles y más intensas a los que se ha tenido que enfrentar el ser humano. Durante siglos fue el límite del mundo, el extremo de la realidad que tan solo unos pocos se aventuraban a cruzar, para adentrarse en territorios sin mapas. Ahora los satélites y las estaciones espaciales nos han enseñado la forma de nuestro planeta y sabemos que al otro lado del océano no hay ninguna catarata sin fin, pero eso no ha cambiado la fascinación primigenia que sentimos por el mar.
Hay pocas experiencias más poderosas que pasear por una playa con la vista puesta en el horizonte, más delicadas que mirar a los barcos que abandonan el puerto y cambian las plácidas aguas del malecón por la marejada, más escalofriantes que sentarse junto a un acantilado y escuchar el rompiente de las olas contra mil años de rocas.
Cuando en 1995 el Ayuntamiento de San Sebastián presentó al público el proyecto del nuevo auditorio Kursaal, la respuesta de gran parte de los donostiarras no fue precisamente entusiasta. De hecho, hubo alguna asociación que se opuso con vehemencia al nuevo edificio. Argumentaban que no hacía ninguna referencia a la arquitectura de Donosti, de raíces decimonónicas francesas, que ni siquiera se adscribía a la traza urbanística y, en definitiva, que no tenía nada que ver con la ciudad.
Quizá no sabían que el jurado había declarado ganador al diseño de Rafael Moneo precisamente por eso. En su resolución para el concurso de arquitectura convocado en 1989 destacaron, entre otras cosas, "[...]el acierto en la consideración del solar K como un accidente geográfico en la desembocadura del río Urumea,[...]".
Foto: Miren Millet (CC)
En efecto, Moneo había presentado un proyecto bajo el lema "Dos Rocas Varadas", que se desligaba conscientemente de la ciudad, entendiendo que la verdadera tensión que operaba en ese lugar no provenía de la cotidianeidad urbana, sino del empuje inabarcable del Cantábrico. Pese a que el arquitecto navarro siempre había tenido una especial consideración con las relaciones y las interacciones más íntimas entre la arquitectura y el hombre, en el Kursaal tomó la decisión de separarse de él.
Porque la fuerza del mar arrasaba con cualquier preexistencia. No en vano, poco podía competir una ciudad como Donosti, por muchos mil años que cargase a su espalda, con los eones geológicos a los que responde el océano.
No se trata solo de que, como se ve en las fotografías aéreas, los dos edificios del Kursaal estén girados respecto al dibujo urbano; tampoco que su analogía más inmediata aluda a los cubos de hormigón que conforman las escolleras próximas. No es que no hablen con las personas, es que, para ellos, las personas son apenas termitas, accidentes en su conversación con el Cantábrico.
Por eso, al acercarse a los cubos de vidrio, descubrimos que no hay ventanas ni puertas, al menos no de tamaño y dimensión conocida. Solo una fachada hermética de vidrio convexo y tallado, como una superficie de infinitas arrugas, curvadas por el viento y el salitre.
Al descender la rampa entre los dos edificios, tomamos conciencia del frío y del tiempo, de las partículas de agua en suspensión y del azote de la arena levantada. Nos asomamos a una ventana que pone en valor algo que quizá los donostiarras habían olvidado tras años de visitar la playa de La Concha: que el Cantábrico es uno de los mares más bravos del planeta.
Sin embargo, al caer la noche, los cubos se iluminan y la arquitectura toma la voz cantante en su diálogo con la naturaleza. Las fachadas brillan como faros de geometría cartesiana y, en los días de espectáculo, funcionan como eficaces carteles anunciadores. Además, a través de la doble piel traslúcida se adivinan otros cubos interiores: son las cajas que albergan los auditorios, revestidas de la madera.
Foto: Arrano (CC)
De este modo, el ser humano encuentra al fin un punto de contacto con el edificio. Si la envolvente exterior pertenece al Cantábrico, los interiores nos resultan sencillos y comprensibles. El Kursaal mira hacia adentro, nos sonríe y deja que le toquemos sin miedo.
El Palacio de Congresos y Auditorio Kursaal se inauguró 23 de agosto de 1999 con un concierto de la Orquesta Sinfónica de Euskadi y la voz de Ainhoa Arteta. En su momento fue recibido con controversia pero hoy, dieciséis años después, son minoría los donostiarras que reniegan de su importancia y hasta de su belleza. A los demás tal vez les ha convencido la provechosa huella que deja cada año en la economía y el ambiente cultural de la ciudad.
A lo mejor los años les han acostumbrado a la arquitectura contemporánea. Puede que, gracias a esos dos cubos luminosos e impasibles, hayan redescubierto su mar.