
Hay quien piensa que cuando escribí el artículo sobre la Sagrada Familia, en realidad lo que estaba haciendo era disfrazar de crítica arquitectónica algún tipo de odio hacia Catalunya y, particularmente, hacia Barcelona. Hay demasiadas razones para considerar ridícula esa postura, pero para comprender la más evidente no hay más que abrir los ojos. Porque Barcelona es una ciudad preciosa.
Desde las callejuelas que serpentean en el Raval y en el Barri Gòtic hasta Santa María del Mar o el Mercat de Santa Caterina. Desde las viviendas de la Barceloneta de José Antonio Coderch hasta la Pedrera de Gaudí, la Ciudad Condal es un museo al aire libre con algunas de las mejores obras de arquitectura de la historia.
El propio dibujo del Eixample supuso uno de los proyectos urbanísticos más avanzados del momento. Con avenidas anchas y estructura ortogonal, el plan redactado por Ildefons Cerdà en 1860 consolidó el modelo de trazado hipodámico que estaba naciendo en el barrio de Salamanca de Madrid e incluso en la isla de Manhattan.
De espaldas al mar
Y con todo, la idiosincrasia urbanística barcelonesa era peculiar. Pese a su posición costera, Barcelona siempre le dio la espalda al mar. Durante siglos, durante milenios, la Ciudad Condal fue una urbe volcada hacia sí misma. Lo cierto es que tiene perfecto sentido, porque hasta el descubrimiento del turismo como fuente de frescura ciudadana y de ingresos económicos, las ciudades del litoral evitaban el mar.
Del mar llegaban las invasiones, las enfermedades y también el mal olor. Los puertos eran lugares importantes pero olvidados por las clases pudientes y las playas directamente no existían. En el siglo XX, gran parte de los municipios costeros se dieron la vuelta y comenzaron a considerar al mar como algo deseable, como un regalo del cual podrían sacar felicidad y también rendimiento.
Lo curioso es que Barcelona tardó muchísimo más que las demás. Hasta los Juegos Olímpicos de 1992 siguió siendo una ciudad esencialmente avergonzada del Mediterráneo y, por tanto, una ciudad sin horizonte. Piénsenlo: en las grandes urbes el horizonte no existe. La vista siempre queda encajonada entre las fachadas de las calles y el punto de fuga se escapa como fluye un río entre las paredes de un cañón geológico. Además, en cuanto giramos la cabeza, ese punto de fuga se acerca y el escaso horizonte al que podíamos aspirar desaparece.
En la Diagonal o en el Passeig de Gràcia se podía alejar la mirada uno, dos, quizá cinco kilómetros, pero siempre encañonada, siempre entre fachadas. Para llegar al horizonte había que subir a Montserrat o a lo alto del Park Güell. Y entonces aparecía, sí. El plano entre el cielo y el mar, el plano interminable e inabarcable. El plano horizontal plano.
Wojtek Gurak. CC
Pero si ajustan la sensibilidad, quizá puedan descubrir un pequeño edificio en la falda de Montjuïc que nos enseña el horizonte a bocajarro. Es el Pabellón Alemán que Ludwig Mies van der Rohe construyó para la Exposición Internacional de Barcelona de 1929. Apenas aparece en las guías de viaje y, cuando lo hace, figura en un rincón al final del texto dedicado a la Ciudad Condal.
Y sin embargo, es una obra maestra de la arquitectura mundial. Pero sin hipérboles, de las de verdad. De las que se han escrito docenas de tesis doctorales sobre ella, pese a que la construcción apenas tiene unos 500 m2 cubiertos. De hecho, al Pabellón de Barcelona se le considera una de las cuatro piezas canónicas de arquitectura moderna junto al edificio de la Bauhaus de Walter Gropius, la Villa Saboya de Le Corbusier y la Casa de la Cascada de Frank Lloyd Wright.
Un manifiesto y el horizonte
El Pabellón de Mies solo son paramentos de vidrio, ónice y mármol, pero también es un manifiesto. Porque entre esos paramentos, sin puertas ni cierres, el aire fluye libremente generando así una laja de espacio contenida entre dos planos horizontales, el suelo y el techo. No hay ornamentos ni decoraciones. No hay pomos ni balaustradas. Aunque la vista no alcance mucho más allá, el Pabellón de Barcelona es el horizonte. La condensación abstracta del horizonte: un plano horizontal plano.
En 1930, tras la Exposición, el Pabellón fue desmantelado y el aire y el espacio y la luz donde se levantaba quedaron huérfanos de esos planos horizontales que les habían convertido en algo más que luz, espacio y aire. Pero allí se quedaron. Flotando durante más de cincuenta años. Hasta que en 1986, y en el mismo lugar donde se había erigido, el equipo encabezado por Ignasi de Solá-Morales colocó la última pieza de la reconstrucción.
Durante ese medio siglo, Mies van der Rohe llegó a ser uno de los arquitectos más importantes y más influyentes del planeta. Y en todas sus obras, tanto las europeas como las americanas, siempre trabajó con los mismos conceptos puros y la misma intensidad que había aplicado en el Pabellón de Barcelona.
Tal vez por esa suerte de respeto, casi idolatría hacia el arquitecto germano, la reconstrucción de su edificio seminal no estuvo exenta de controversia. Algunos pensaban que pertenecía a otro tiempo. Otros creían que solo sería una imitación, que nunca tendría el valor de la pieza original y que era mejor dejarlo todo en el terreno de la memoria. En los planos y las fotografías de la época.
Sin embargo, a mí me gusta pensar que el Pabellón es como el barco de Perseo, cuyo casco fue reparado tantas veces que, al final, todas las piezas de madera eran nuevas. Pero el barco seguía siendo el mismo. Así, aunque los materiales y sistemas constructivos sean actuales, el nuevo Pabellón Alemán es el mismo que Mies levantó hace ya ochenta y cinco años. Porque el espacio y la luz vuelven a fluir alrededor de paramentos de mármol y ónice, entre los planos de un horizonte abstracto.