El debate sobre la semana laboral de cuatro días lleva años difundiéndose en las sociedades occidentales. Los derechos del trabajador han ido ampliándose en el último siglo y medio, y los sindicatos han enarbolado la reducción de la jornada (bien por horas, bien por días, según los casos) como una de las luchas de las últimas décadas. Pero algunos fueron mucho más allá cuando, durante la Segunda Revolución Industrial, las jornadas laborales copaban más de la mitad de las horas del día y al menos seis jornadas a la semana.
Paul Lafargue nació en Cuba en 1842, cuando aún faltaba más de medio siglo para la independencia de la isla. Hijo de burgués, se mudó de niño a Francia, donde estudió Medicina y conoció las corrientes políticas revolucionarias de la segunda mitad del siglo XIX. Conoció a Karl Marx y se casó con una de sus hijas, tras lo que se convirtió en uno de los mayores teóricos de las ideas marxistas en las siguientes décadas. En ese contexto escribió El derecho a la pereza, su obra cumbre, en la que postulaba la necesidad de una jornada laboral de 3 horas diarias.
"Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista (...). Esa locura es el amor al trabajo (...), que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole", comienza el ensayo escrito en 1880 y que cumple ahora 150 años desde su primera edición como folleto.
En El derecho a la pereza, Lafargue culpa a la clase proletaria de creerse las ideas burguesas y católicas del trabajo como fundamento de la dignidad del ser humano, alimentando una sociedad capitalista que abusa innecesariamente de la mano de obra.
"Trabajad, trabajad, proletarios, para aumentar la fortuna social y vuestras miserias individuales; trabajad, trabajad para que, haciéndoos cada vez más pobres, tengáis más razón de trabajar y de ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista", critica Lafargue.
El pensador hispano-galo argumentaba que la implantación masiva de maquinaria en la industria había disparado la productividad de las empresas, señalando que eso tendría que haber compensado horas de trabajo de los obreros en lugar de multiplicar la producción. "A medida que la máquina se perfecciona y sustituye con una rapidez y precisión cada vez mayor al trabajo humano, el obrero, en vez de aumentar su reposo en la misma cantidad, redobla aún más su esfuerzo, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Oh competencia absurda y asesina!", lamenta el teórico galo.
De hecho, a nivel económico, Lafargue creía que la sobreproducción llevaría a una "bancarrota inexorable", porque el fabricante produciría sin límite y "sin pensar que el mercado se satura". Para ello, se endeudaría y, cuando el mercado se saturase no podría pagar las deudas y quebraría. Además, opinaba que antes de la quiebra los empresarios presionarían a la clase política a la conquista bélica o comercial de otros países "buscando una salida para las mercancías que se amontonan".
Por todo ello, promovía "que se obligue a no trabajar más de tres horas diarias, holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche", además de "multiplicar los días de paga y de fiesta" y obligar a los obreros "a consumir las mercancías que producen".
Ante esta defensa de la pereza y la comparación del trabajo con la esclavitud ("un ciudadano que da su trabajo por dinero se degrada al nivel de los esclavos; comete un crimen que merece años de prisión", opina), Lafargue hace una defensa a ultranza del proletario que se resiste a ello, como el americano, "libre y perezoso (que) preferiría mil muertes a la vida bovina del campesino francés", o el "audaz andaluz". "Para el español, en quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes", resumía.
Pero Lafargue no se adelantaba solo a la reivindicación radical del ocio, sino que previó algunos debates sociales que se arrastran a día de hoy. Advertía de la corrupción institucionalizada para la defensa de los intereses económicos de los burgueses, del capitalismo como un sistema que únicamente trata de "descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias", de la proliferación de las falsificaciones y de la disminución de la calidad de los productos, "alterados a fin de facilitar su salida y abreviar su existencia".
El siglo XX trajo la normalización en Occidente de la jornada semanal de 40 horas y la revolución informática. La producción y la productividad ha seguido aumentando. Ahora, cerca de entrar en el segundo cuarto del siglo XXI, la inteligencia artificial generativa apunta a ser la nueva revolución tecnológica y productiva, llevando a los profesionales liberales el antiguo miedo de los obreros fabriles de ser sustituidos por máquinas. Algunas de las mentes más destacadas de la actualidad, como Bill Gates, llevan años abogando por que los robots paguen impuestos. Quizá en unas décadas Lafargue vea su argumento hecho realidad, cuando concluía que "la máquina es la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará ocios y libertad".