Este domingo se celebró la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia en la que casi cincuenta millones de franceses estuvieron llamados a elegir, de nuevo, al duodécimo sucesor de Charles De Gaulle al frente de la Quinta República. El modelo institucional impuesto por el general francés para salir en 1959 del marasmo de la Cuarta República –veintitrés gobiernos en poco más de doce años– ha marcado desde entonces la vida política francesa dibujando un sistema, el semi-presidencialismo, con escasos seguidores fuera del hexágono.
Para los que disfrutamos de sistemas parlamentarios en los que la figura del Jefe del Estado es simbólica, se trata de un modelo extraño: un Jefe de Estado elegido por la ciudadanía de manera directa, con capacidad para disolver el parlamento, pero que no concentra en sus manos todo el poder ejecutivo. El general De Gaulle intentaba disminuir el poder de los partidos que habían convertido la Asamblea Nacional en ingobernable desde la finalización de la guerra en 1945. Fue un paso intermedio, ya que este refuerzo del poder de la jefatura del Estado no llegó a generar un modelo presidencialista, un sistema que sigue resultando extraño en Europa (únicamente Chipre, producto de su compleja historia, sigue este modelo entre los Estados de la Unión).
Aunque la izquierda no acogió con agrado aquella reforma (pocos años después un prometedor Mitterrand denunció la actuación del Jefe del Estado como un golpe de Estado permanente a la legalidad) el modelo se ha consolidado en el país y no es discutido en la realidad por ninguna fuerza mayoritaria. Vistas ahora desde la distancia, todas estas críticas se leen con una sonrisa en la cara, como recuerda a menudo el catedrático de la Universidad de Barcelona Rafael Martínez: Mitterrand fue, a la larga, el que más usó y hasta abusó de los resortes de poder que la constitución de la 5ª República ofrece a los presidentes.
En las elecciones legislativas de 2017 apenas votó un tercio de los franceses con derecho a sufragio
Aunque durante varios años fueron el Partido Socialista y los conservadores agrupados en diversas formaciones gaullistas o democristianas (de la Agrupación por la República a Los Republicanos pasando por la Unión por la Mayoría Presidencial), los partidos que articularon el sistema entraron en crisis en 2017 y las encuestas sitúan sin ninguna posibilidad al Partido Socialista (Anne Hidalgo apenas superaba el 2% de intención de voto), así como a Los Republicanos cuya candidata Valérie Pécresse (presidenta de la gran Región Isla de Francia) apenas llega al 10% de intención en estos sondeos. Esta victoria póstuma del general De Gaulle fue la que posibilitó que un candidato con un partido surgido de la nada, Emmanuel Macron, ganara las elecciones en 2017 y que sus grandes adversarios sean también outsiders del sistema político, situados en los extremos: la omnipresente saga Le Pen en la derecha y el inefable Mélenchon en la izquierda.
La partida se juega entre un candidato capaz de agrupar al centro izquierda y centro derecha frente a dos candidatos que polarizan los extremos, valga la redundancia. En este panorama de crisis económica y de malestar social –los chalecos amarillos fueron franceses en su origen para recordarnos a todos que la transición ecológica será justa y pausada o no habrá tal–, el elefante en la habitación del sistema político francés es un fantasma, el de la abstención, muy elevada en las legislativas que se celebran pocas semanas después de las presidenciales. No en vano, el analista Tadeu recordaba hace poco en su bitácora que en las legislativas de 2017 apenas votó un tercio de los franceses con derecho a sufragio.
Francia es un país sumido en una crisis de identidad, sin la grandeza de un poder mundial que no volverá a medio plazo
Al igual que ocurre en muchos otros países occidentales, Francia es un país sumido en una profunda crisis de identidad; sin la grandeza de un poder mundial que no volverá a medio plazo, y con un porcentaje relevante de franceses de segunda o tercera generación que se consideran excluidos del sueño republicano. Quizá por ello, el modelo de liderazgo unipersonal a través de un presidente parece acompasarse bien con la progresiva infantilización de una sociedad que busca respuestas simples y hombres –o mujeres– fuertes a problemas cada vez más complejos y posiblemente irresolubles. El efecto bandera de agrupar a todos tras ese líder en tiempos de tribulación juega a favor de Macron, y sería desde luego una sorpresa cualquier cosa que no fuera su victoria –con más o menos rotundidad– en la segunda vuelta de 24 de abril. Sin embargo, y esto es importante, las encuestas dan una victoria mucha más estrecha de Macron que la acontecida en 2017 frente a la misma Le Pen.
En cualquier caso, no será fácil saberlo. Los lectores de Ouest-France, el diario más leído en el país, no podrán leer encuestas hechas por su periódico, quien ha decidido dejar de encargarlas y comentar las ajenas, abriendo una tendencia que, esperemos, no sea seguida por el resto de medios. Las encuestas políticas -una manera científica de conocer la realidad- se seguirán haciendo, claro. Pero si la prensa decide no compartirlas con los lectores, estos tendrán que conformarse con medios mucho menos rigurosos -siempre podemos volver a los arúspices- para entender cómo evoluciona la sociedad en la que viven.