Economía

El conflicto pesquero: el simbolismo de una industria que supone el 0,1 del PIB británico amenaza el acuerdo con la UE

  • Las promesas de Johnson de recuperar el control sobre las aguas británicas lo expone al delito de traición
  • Hay espacio para el acuerdo, si las partes aceptan ampliar el margen temporal para reducir las cuotas de la UE
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El poderoso simbolismo que el sector pesquero proyecta sobre la conciencia eurófoba británica ha convertido una industria que apenas contribuye al 0,12 por ciento del PIB de Reino Unido en el gran obstáculo de la negociación para la futura relación con la Unión Europea. Boris Johnson ha advertido a Bruselas de que sin un "cambio fundamental" en su aproximación no tiene sentido seguir negociando, pero la carga emocional que la pesca supone a ambos lados del Canal de la Mancha dificulta el delicado compromiso del que depende ya cualquier entendimiento.

El problema para Johnson es, por tanto, doble, uno de naturaleza endógena, dadas sus reiteradas promesas de recuperar el control sobre las aguas de Reino Unido; y otro externo, puesto que el reparto de cuotas representa un mercado lo suficientemente jugoso para que pesos pesados de la UE no estén dispuestos a claudicar. Como muestra, el choque con Francia, que más que por motivos esencialmente económicos, deriva de la imperiosa necesidad política de Emmanuel Macron de garantizar el mantenimiento de las actuales cuotas para la flota gala.

Irónicamente, el aprieto de ambos mandatarios es similar, ya que ambos se deben a una industria que, pese a su tamaño relativamente pequeño en el puzle productivo –en Reino Unido apenas emplea a 11.700 personas--, puede hacerles mucho daño. Para el premier además, se da el añadido de las esencias, ya que el catalizador del Brexit se había fundamentado crucialmente en la pesca y, como tal, cualquier concesión podría resultar en el delito de traición.

Económicamente, la pesca tiene una importancia menor, pero desde una perspectiva política, se ha impuesto a otras trabas que venían dificultando el diálogo con la UE, como las disputas en competencia, o ayuda estatal. Si algo había hilvanado el discurso de Johnson en la campaña del referéndum sobre la continuidad en la UE había sido la garantía de que, de salir del club, Reino Unido mandaría sobre sus aguas. Como consecuencia, mientras en Downing Street tienen asumido ya que ámbitos de peso como la industria financiera, 60 veces mayor que la pesca, verá un acceso limitado al continente, con la flota no están preparados a recular.

De ahí su propuesta de ir reduciendo las cuotas de los Estados miembro a lo largo de tres años, una vez concluida la transición el próximo 31 de octubre. La lógica del planteamiento, desde una perspectiva interna, es aplastante y, como tal, resulta difícil que a Johnson le genere una reacción virulenta en casa, cuando de lo que se trata es de defender al sector que, más que ningún otro, está considerado como la gran víctima de la adhesión británica a la por entonces Comunidad Económica Europea en 1973. De igual modo, no obstante, para los países europeos afectados por el planteamiento, renunciar a cuotas que disfrutan desde hace décadas es anatema y, como en Reino Unido, sus repercusiones son de tal calado que ningún dirigente está dispuesto a explicar a su audiencia doméstica que ha permitido el recorte de capturas consideradas propias.

Con todo, que el diálogo para la futura relación continúe, incluso tras el endurecimiento retórico, sobre todo, por parte de Reino Unido, evidencia que, pese a la distancia que los separa, Londres y Bruselas detectan cierto espacio para el compromiso. Las posturas no podrían estar más alejadas: Bruselas, a través de París, ha considerado las pesquerías británicas "recursos comunitarios"; mientras que Londres quiere apuntalar su condición de país independiente negociando lo que considera sus cuotas cada año, como hace Noruega con la UE.

No en vano, en virtud de la siempre controvertida política pesquera del bloque, los barcos europeos capturan más de la mitad del pescado y del marisco de la denominada Zona Económica Exclusiva británica. No es de extrañar, por tanto, que para los eurófobos la pesca se haya convertido en el emblema de lo que el Brexit representa, o debería, ya que da soporte teórico a las soflamas de libertad que reivindican con el divorcio.

La clave podría radicar, por tanto, en ampliar el plazo temporal que, por ahora, el Número 10 da como irrenunciable, para así decidir al final de la actual década. De esta manera, las partes podrían defender ante su público que han ganado, cada una, con la lectura que le conviene, si bien hay un importante inconveniente: la pesca es uno de los aspectos más complejos de la negociación, por lo que no solo requiere un acuerdo general, sino pactos individuales en cuotas de hasta 100 especies.

Adicionalmente, la esperanza de los británicos es que si se avanza en los demás elementos de la futura relación, los países sin especial apego en materia de pesca presionarían para que aquellos con fuertes intereses, como España o Francia, cedan en nombre del bien común. Angela Merkel ha dado alas a este anhelo y esta misma semana advertía a los Veintisiete de que deben ser realistas, frente al encontronazo de Johnson y Macron hace escasos días, en una conversación telefónica en la que el premier entendió que el mayor impedimento para el acuerdo lleva el rostro del presidente de Francia.

La flota británica seguirá siendo minoritaria en sus aguas

La ironía del Brexit es que incluso si el acuerdo con la UE se salda a su favor, la flota británica seguirá sin ser mayoritaria en sus aguas. El 55 por ciento de las cuotas ha sido vendido a empresas foráneas y datos recientes evidencian que poseen los derechos para pescar más de 130.000 toneladas, más de la mitad de la cuota inglesa actual.

Este desequilibrio es el resultado de décadas en las que operadores extranjeros adquirieron firmas británicas, llevándose con ellas sus licencias de captura, o directamente por sus derechos históricos sobre las mismas. Ante esta situación, el Gobierno británico tiene las manos atadas, ya que revertirla implicaría necesariamente cambiar la ley y, con ello, enfrentarse a una compleja batalla legal por la que en Downing Street no hay apetito alguno.

El coste de no llegar a un acuerdo, sin embargo, sería perjudicial para ambas partes, puesto que las tarifas provocarían la quiebra de no pocas flotas, pero Reino Unido, además, se encuentra con el añadido de que no consume lo que pesca: exporta el 80 por ciento y de este, el 60 por ciento se va a la UE.

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