Cada día, especialmente en fines de semana y festivos, las calles interiores, los locales y los pasillos se llenan de hordas tambaleantes. Miradas perdidas, gestos vacíos, expresiones que van del delirio a la apatía e incluso el terror. Empieza poco a poco, a eso de las once o las doce de la mañana, pero el goteo es incesante e imparable hasta que, en la hora punta, se convierte en un río. En una inundación de cuerpos que avanza perezosamente como una ola a cámara lenta.
Hay que asumirlo, los centros comerciales están llenos de zombis. De hecho, la última frase del anterior párrafo está directamente extraída del libro 'Guerra Mundial Z', en el que Max Brooks describe un mundo asolado por muertos vivientes. El propio cineasta George A. Romero ya construyó una alegoría entre la moderna sociedad de consumo y el fenómeno zombi cuando colocó los acontecimientos de su película de 1978 'El amanecer de los muertos', precisamente entre los pasillos y las galerías de un centro comercial.
Solemos acusar a los centros comerciales de muchos de los males modernos: que si han acabado con el pequeño comercio, que si su política de horarios hace imposible la competitividad, que si han generado un proceso de uniformización de las costumbres de la gente, desde la alimentación basada en restaurantes pertenecientes a cadenas de franquiciado hasta el propio uniforme que vestimos. Porque claro, como en todos los centros comerciales del mundo se abren los mismos Zaras, los mismos Pull & Bears y los mismos Oyshos, al final todos acabamos comprándonos las mismas faldas, los mismos vaqueros y las mismas bragas. Para regocijo económico de Amancio Ortega, por cierto.
Invento moderno
Sin embargo, lo cierto es que los centros comerciales no son un invento precisamente moderno. El Mercado de Trajano se inauguró en la Roma del siglo I de nuestra era, el Marché des Enfants Rouges de París se abrió en 1628 y aún funciona a día de hoy, como también lo hace el centenar de tiendas y los más de 53.000 m2 del Gostiny Dvor de San Petersburgo, que data de 1785 o la Galleria Vittorio Emanuele II, que se levanta en el centro de Milán desde 1877.

Imagen de Karin Dalziel. CC
Además, analizados como artefactos arquitectónicos, los centros comerciales no son tan horribles. Sí, su propósito último es el aprovechamiento económico, pero también se conforman a través de espacios cómodos, agradables y, por regla general, bastante sugerentes. Teniendo en cuenta que la mayoría de la gente vive en pisos y chalets convencionales, el centro comercial, con sus galerías y sus dobles y triples alturas, es el espacio más interesante que experimenta el ciudadano de a pie. Lo más probable es que este control de la atmósfera, el ambiente, la luz y la temperatura no sea más que un método para que no nos enteremos de la pasta que nos hemos dejado en una tarde de compras y ocio, pero a veces todos necesitamos pasear en un estado de confort entumecido, con música agradable, luz agradable y temperatura agradable. O sea, que nadie nos ha transformado en zombis. Somos nosotros los que hemos sucumbir a ese estado inducido de bienestar.
Lo malo es cuando es el propio centro comercial el que se convierte en un zombi. A los creativos publicitarios les gusta enseñarnos fotografías en las que el centro está ocupado por pequeños grupos de sonrientes adolescentes, sonrientes jóvenes o sonrientes familias con bolsas atiborradas, ¿pero qué pasa cuando en el centro comercial no hay hordas de compradores y ni siquiera grupos desperdigados de personas? ¿Qué pasa cuando los pasillos y las galerías están vacíos y la mayoría de las tiendas han cambiado su suntuoso escaparate por una placa de cartón-yeso anunciando el cierre? Y sobre todo, ¿por qué se ha llegado a esta situación?
Exceso de optimismo
Pues como en la mayoría de casos similares, por el exceso de optimismo económico. Piensen que el centro comercial moderno lleva implantado en España desde hace unos 30 años, pero fue durante la década pasada cuando el fenómeno explotó hasta límites insostenibles. Es imposible conocer con precisión la cantidad de centros comerciales que hay en nuestro país, más que nada porque en los años absurdos de la burbuja brotaban por cada esquina como hierbas hipervitaminadas. Se reformaron los antiguos, se acondicionaron los más modernos y se abrieron centenares de nuevos edificios con millones, miles de millones en realidad, de metros cuadrados de superficie comercial.

Imagen de Chapuisat. CC
En un radio de apenas 7 kilómetros tomando como centro la localidad madrileña de Leganés, hubo en su momento 14 (¡catorce!) grandes superficies comerciales, entre malls de estructura clásica y parques de edificaciones más o menos desperdigadas alrededor de una plaza central. Si sumamos las previsiones acumuladas de estos 14 centros comerciales, nos encontramos con que se manejaban hasta 350.000 usuarios activos. O lo que es lo mismo, la totalidad de la población de Bilbao.
Claro, luego llegó la crisis, el gasto de la familias se redujo drásticamente y el optimismo inicial se convirtió en miedo y, después, en puro instinto de supervivencia. Solo hay dos de esos 14 centros comerciales -Parquesur e Islazul- que se mantienen en buena forma, la mayoría ha experimentado una mengua en sus visitas entre lo moderado y lo trágico, en algunos casos llegando a un panorama de desolación económica y fantasmagoría arquitectónica. El ejemplo paradigmático es el del flamante Avenida M-40, abierto con pompa en 2004 y cerrado definitivamente tan solo seis años después. Las fotografías de los meses anteriores a su clausura dibujan un paisaje más cercano al post-apocalipsis zombi que a las supuestas bondades de una sociedad del primer mundo.
El Avenida M-40 no fue el único en acabar convertido en espectáculo desolador. En casi cada gran ciudad de España -y también del mundo, no nos equivoquemos- se levantó uno de estos cadáveres tambaleantes o directamente muertos. Desde el Equinoccio de Valladolid hasta el Plaza Elíptica de Vigo, el Maremagnum de Barcelona o el Panoramis de Alicante. Y uso el verbo en tiempo pretérito porque, con la recuperación económica, parece que muchos de estos centros comerciales están en proceso de reactivación. El propio Avenida M-40 ha sido comprado por el grupo venezolano Sambil y tiene prevista su reinauguración estas mismas navidades.
La mejora en la economía es, sin duda, una buena noticia, pero también es una lástima si al final nos encaminamos a repetir la misma narrativa y los mismos errores. En primer lugar porque, en los años de la crisis, aparecieron interesantísimos proyectos de regeneración de centros comerciales en desuso, que proponían nuevas formas de este tipo de espacios. El estudio de arquitectura madrileño Ecosistema Urbano, por ejemplo, propone un uso mixto que los revitaliza y los transforma en nodos culturales, en parques de juegos, en centros de networking o en pabellones deportivos donde la actividad física serviría de apoyo y complemento a la actividad comercial.
Pero también es una pena porque, aunque algunos de los centros comerciales se levantan en edificios arquitectónicamente notables e incluso brillantes, hay muchos otros que son una abominación estética desde cualquier punto de vista. Pero quizá este sea un tema para tratar en otro momento.