En el primer artículo de esta serie ya vimos que la burbuja inmobiliaria había sembrado la geografía nacional de cadáveres arquitectónicos. Edificios que se plantearon como brillantes inversiones concebidas al calor del boom económico pero que, con el advenimiento de la crisis, han terminado por convertirse en momias congeladas en pleno proceso de embalsamamiento. A menudo son edificios infrautilizados, vacíos o casi vacíos, otras veces han tenido que cerrar sus puertas al poco de inaugurarse y en algunos casos han quedado inacabados e incluso abandonados. Ruinas modernas. Restos arqueológicos de un futuro que nunca fue.
Cuando la recuperación económica sea efectiva y palpable, es posible que muchos de estos edificios (cuando no todos) terminen de construirse o reabran sus puertas. Y tiene cierto sentido, porque volverlos a dotar de actividad quizá aliviase, aun levemente, el catastrófico paisaje emocional que representan y cuya exposición continuada puede acabar siendo intolerable. Sin embargo, en mi opinión no debería hacerse. Ni siquiera deberían derribarse. Deberían permanecer allí, en el lugar en el que se levantan, proyectando la sombra de su propio horror como museo involuntario de lo que no debe ser repetido.
¿Por qué propongo algo a priori tan aberrante? Pues por un lado, para evitar el coste económico que supondría la demolición, y más con las envergaduras que estaríamos manejando. Pero sobre todo porque la mayoría de estos edificios no tienen solución a corto o medio plazo.
Sus errores no son exclusivamente arquitectónicos o urbanísticos -analizados aisladamente, algunas son obras arquitectónicamente interesantes- sino que sus problemas se sumergen en una densa amalgama de causas interconectadas: desmedidas ambiciones públicas o privadas, absurdas competiciones territoriales y una enajenada falta de respeto por las condiciones sociales y económicas de los lugares donde se plantearon los proyectos y que se verían alteradas para siempre con su construcción.
En esta subserie de artículos vamos a ver algunos ejemplos. Como diría J.G. Ballard, bienvenidos a la exposición de atrocidades.
La Cidade da Cultura en Santiago de Compostela
Cuando el Museo Guggenheim fue inaugurado en 1997, su éxito instantáneo y su capacidad para revitalizar la ría de Bilbao provocaron una estúpida carrera entre las demás ciudades españolas por conseguir su propio edificio emblemático. El problema fue pensar que dicho éxito se debía exclusivamente a la obra arquitectónica y no a un complejo sistema de renovación urbana del cual el museo solo formaba una parte. Y ni siquiera demasiado grande.
La Xunta de Galicia no quiso o no fue capaz de analizar la naturaleza real del caso bilbaíno, así que decidió que Santiago de Compostela no necesitaba unas infraestructuras más adecuadas a las pulsiones poblacionales derivadas del Camino o una reforma de las edificaciones culturales existentes. Decidió que quería una construcción singular. Porque sí. Dónde fuese.

Y donde fuese fue en lo alto del Monte Gaiás, al sureste de la ciudad. Peter Eisenman ganó el concurso de arquitectura en 1999 con un proyecto tan sugerente como naíf: una serie de pliegues en el terreno que, vistos desde el cielo, formaban la silueta de la vieira del apóstol Santiago. Gracias a la obvia metáfora consiguió vender el proyecto a las autoridades, y gracias a un envoltorio de palabrería pseudofilosófica (apelando ni más ni menos que a Gilles Deleuze), hizo ver que el edificio tenía una supuestamente profunda base intelectual.
Catorce años después, las obras se paralizaron definitivamente y lo que iba a ser una delicada sucesión de ondulaciones sobre el terreno preexistente se había convertido en un amenazador monstruo de cartón piedra. Un parque temático cuya silueta falsa compite visualmente con la Catedral de Santiago, obra capital del Románico tardío y, sencillamente, uno de los edificios más importantes de la historia de la arquitectura.
Y es que esta ridícula competencia ni siquiera es lo peor de la Cidade da Cultura. Lo peor es que el complejo duplicó su presupuesto inicial, no ha alcanzado la repercusión ni el número de visitantes que con tan ciego optimismo se preveía y ha terminado absorbiendo un enorme porcentaje del presupuesto cultural de toda Galicia. Y eso que tan solo se terminaron cuatro de los seis edificios propuestos inicialmente. Ahora mismo es una catástrofe arquitectónica de más 100.000 metros cuadrados prácticamente vacíos flotando sobre Compostela.
¿Quién tiene la culpa?
El caso de la Cidade da Cultura podría servir de motivo para varias tesis doctorales. Requeriría un estudio más detallado de todo lo que la rodea. Un análisis de las causas sociopolíticas y también de los errores arquitectónicos y urbanísticos que dieron forma a semejante disparate. También se deberían explicar las consecuencias presupuestarias y emocionales que ha traído consigo bajo sus alabeadas cáscaras de piedra y que, mucho me temo, afectarán a Santiago, a Galicia y a la comprensión que el público tiene de la arquitectura durante años y posiblemente décadas.
¿Es responsabilidad del creador? Sin duda, el edificio es un despropósito desde cualquier punto de vista, incluido el puramente arquitectónico, tanto en su escala como en su imagen como en su implantación en el lugar. Probablemente, un mejor edificio, una obra más sutil o más delicada seguiría siendo una equivocación en términos económicos o sociales, pero al menos no sería una construcción fea. No sería una ominosa contaminación paisajística y los ciudadanos no tendrían otro ejemplo para ver a la arquitectura contemporánea como algo rechazable.
Pero en última instancia, la responsabilidad es de los que decidieron que la propuesta de Eisenman ganase el concurso. E incluso de la existencia del propio concurso. Porque, hace dieciséis años, un grupo de arquitectos y políticos ingenuos, ambiciosos o cegados por el brillo de la prosperidad económica eligieron un proyecto que iba a bombardear, desde lo alto de un monte, una de las ciudades más bellas del mundo.
Y aunque algunos de los competidores propusieron edificios más adecuados y, a priori, más respetuosos que el finalmente construido, lo más razonable es que el propio concepto de la Cidade de la Cultura nunca se hubiese llegado a plantear.