
Desde el comienzo del llamado Imperio Español, cuya primera piedra fue la unión de Castilla y Aragón a través del matrimonio de Isabel y Fernando, y finaliza con la conquista de América, nuestro país, temeroso de que cada virrey actuara por su cuenta, creó una detallista y farragosa administración pública que llegó al paroxismo con Felipe II.
De aquellos hábitos, desconfianzas y paranoias controladoras, se creó una administración pública gigantesca. Pensemos que para modificar el nombre de una calle en cualquier ciudad de latinoamérica se requería autorización de la metrópoli.
Este sistema de trabajar, de permisos, licencias o autorizaciones, ha llegado hasta nuestros días. Este detallismo en el vivir diario precisa un cuerpo funcionarial desmesurado y a la vez fiel a las directrices de las diversas jefaturas.
Como consecuencia de nuestro trágico, inútil y desperdiciado siglo XIX, en el que España perdió el imperio y consiguió batir todos los récords de lucha política, al tener más de cien gobiernos en un siglo, entre los funcionarios existió una categoría exclusivamente hispana, el "cesante".
Desde el siglo XX el funcionario público es, de hecho, inamovible, aunque las leyes prevean la generación de expedientes de expulsión
Se trataba del funcionario que se marchaba directamente al paro cuando alternaba el color del gobierno. Este sistema, además de las tragedias personales y familiares derivadas de la carencia de ingresos durante una larga temporada, provocaba una total ineficacia de la administración. Para paliar este defecto, en el siglo XX y hasta hoy, el funcionario público es, de hecho, inamovible, aunque las leyes prevean la generación de expedientes de expulsión.
Este sistema genera una característica, y es la de que nuestra administración pública, sea estatal, autonómica, provincial o municipal, es eficaz en función de la responsabilidad personal y bien hacer de cada uno de los funcionarios que la componen. El margen de libertad de esta responsabilidad es inmenso.
Desde que nos convertimos en demócratas, todos los partidos han contenido en sus programas la reforma de la administración pública, pero se han olvidado de ella al llegar al poder. Esta reforma resulta demasiado costosa políticamente.
En los próximos años y debido a las nuevas tecnologías y sistemas de comunicación, veremos un cambio importante en este campo, pero, seguramente, será el sector de nuestra sociedad al que le cueste más su adaptación. Llevamos en nuestro ADN una necesidad imperiosa de ejercer el control, sobre todo y sobre todos.
En lugar de fomentar la libertad de creación, de dar alas a la imaginación, y examinar la bondad o repulsa de una iniciativa en función de los resultados, exigimos controlar desde el inicio, tanto a las personas como los métodos. Las sociedades que admiten esta libertad asumen más riesgos, pero por el contrario son más ágiles y avanzan más rápidamente.
Las controladoras, como la nuestra, son más temerosas, lo que las convierte en paralizantes, lentas y poco a poco dirigen a sus países hacia el furgón de cola.
En lo que respecta a nuestro sistema de gobierno, estos días de confinamiento sí que hemos percibido una nueva forma de ejercer el control político, de información y del ejercicio de expresión del pensamiento por parte de los ciudadanos. Hemos podido contrastar y comprobar la inutilidad de determinadas instituciones, entre ellas los venerados parlamentos, también llamados templos de la democracia. Parlamentos vacíos y diputados desaparecidos, pero bien remunerados.
Se ha hecho evidente uno de los grandes defectos de nuestra democracia, la casi nula influencia del ciudadano una vez ha ejercido su derecho de voto. Los ciudadanos no podemos elegir, ni al presidente del Gobierno, ni al de nuestra Comunidad Autónoma. No podemos elegir a ningún diputado, ni tan siquiera a un concejal de un pueblo o ciudad. Solamente nos dejan elegir un partido político y los líderes de este partido, carente de democracia interna, son quienes nos imponen a la persona que ocupará un determinado cargo.
Este sistema electoral ha quedado desfasado de una forma estrepitosa. Deberíamos preguntárselo a quienes redactaron las leyes, pero es tratar a la ciudadanía española de analfabeta, o bien, en términos más suaves, carente de criterio para gobernarse por sí misma.
El ciudadano, como yo mismo, nos debemos preguntar si una sociedad culta, avanzada, informada y pensante, necesita que la represente un grupo de hombres y mujeres, los 350 del Congreso y los parlamentarios de las autonomías, personas desconocidas en su mayor parte que, además, en muchos casos poseen una preparación inferior a la de sus votantes, pero que su partido los ha incluido en una lista por su fidelidad al jefe o gratificar un favor.
Es un tema recurrente que nuestras democracias se han quedado anticuadas. Nacieron con las ideas De Voltaire, de Rousseau y de Montesquieu y propiciaron la revolución francesa junto con los enciclopedistas, como Diderot. Pero de ello hace ya 250 años. Los ciudadanos hemos desarrollado nuestro criterio desde entonces y lo que era válido para aquellas sociedades, hoy ha dejado de serlo.
los ciudadanos queremos una participación más activa en la formación de gobiernos y en la elección de sus representantes
Hoy, los ciudadanos queremos una participación más activa en la formación de gobiernos y en la elección de sus representantes. También queremos protagonismo en el derrocamiento de los gobiernos o en la destitución de representantes públicos.
He apuntado casi telegráficamente unas cuantas ideas sobre temas complejos. Pero quiero concienciar a quien lea estas líneas que nada será como antes, ni si quiera los sagrados conceptos de libertad y democracia, tan manidos en boca de quienes pretenden imponernos dogmatismos trasnochados. Para un próximo escrito dejo el tema de la enseñanza, piedra fundamental del desarrollo y crecimiento de los pueblos.