Pocas veces 15 años han dado para tanto. Cuando El Economista vino al mundo, en febrero de 2006, España vivía el momento más álgido del boom económico de comienzos de siglo. Pronto la crisis financiera que comenzó en Estados Unidos puso a prueba los cimientos de aquel modelo económico. Y estos, no hace falta que yo se lo recuerde, no eran los más sólidos. Cuando se atisbaba una recuperación incipiente la crisis de deuda soberana en la eurozona zarandeó nuestras instituciones y nos exigió nuevos esfuerzos para ganar un futuro mejor.
España entendió entonces que, pese a las dificultades, el progreso pasa por Europa. La gran interdependencia de las economías europeas exigía completar nuestro marco institucional si queríamos que todos los países recogieran los frutos de pertenecer a una unión económica y monetaria. La creación de la unión bancaria y el mecanismo único de supervisión que la siguió en 2014 fue uno de los mayores hitos en la construcción europea. Los mercados entendieron que el euro estaba aquí para quedarse y que ningún socio iba a quedar a la intemperie.
En aquellos días tan oscuros de la crisis soberana en 2012 el Banco Central Europeo emergió como el mayor garante de nuestra moneda común, un papel que sigue abanderando hoy en día. El apoyo del banco central ofreció el marco para que los países miembros pudieran dejar atrás la crisis. Aquellos, como España, que implementaron reformas de calado como el saneamiento del sistema bancario o la modernización del mercado laboral lograron encadenar años de crecimiento sostenido y reducción del desempleo.
Entonces, cuando más parecía que habíamos reconquistado la normalidad económica, 2020 nos puso a todos ante un desafío sin precedente alguno. Lectores, periodistas y responsables públicos compartimos el estupor por la catástrofe humana derivada de la pandemia, las medidas de confinamiento que fueron necesarias para detenerla y la enormidad de la crisis que todo ello conllevaba.
Bancos centrales y autoridades fiscales demostraron entonces que no siempre la historia se repite y hay lecciones que sí se aprenden. El BCE desenfundó un programa de liquidez a la banca y de compra de activos que, por un lado, permitió que el crédito siguiera fluyendo y, por otro, evitó la temida fragmentación en los mercados de deuda. Que todos los países del euro tuvieran ahora el mismo supervisor bancario aumentó la capacidad de reacción y dio credibilidad al sistema financiero. Gracias a todo ello, la evolución de la prima de riesgo no estaba cada día en la portada de los periódicos financieros como El Economista.
Las secuelas de este shock, hasta ahora desconocido, son profundas, algunas incluso inciertas todavía. La economía se está recuperando, pero la salida de una crisis de este calibre es también un territorio desconocido. La reapertura de la economía, sumado a los efectos de base, los altos precios de las materias primas y los cuellos de botella en el comercio internacional están empujando la inflación a niveles no vistos en décadas. La mayoría de estos factores son temporales y desde el BCE creemos que la inflación bajará hasta nuestro objetivo del 2% el año próximo. Sin embargo, si algo hemos aprendido los economistas en los últimos 15 años es que hay que tener humildad porque el camino está lleno tanto de viejos como de nuevos desafíos. Debemos ser prudentes y vigilantes. El BCE ha demostrado la capacidad para estar a la vanguardia de la respuesta a cualquier crisis en el sistema. Inversores, empresas, hogares y consumidores pueden estar seguros de que cuentan con un banco central sólido, ágil y eficaz centrado en garantizar la estabilidad de precios.