
El ferrocarril de Darjeeling, Patrimonio Mundial por la UNESCO, silba y sale lento y sinuoso como una cobra entre el núcleo comercial de Nueva Jalpaiguri para abrirse paso por las montañas de Bengala, con un ancho de vía de 60 cm y llegar a la idílica Darjeeling.
Podemos contemplar el paisaje de llanuras secas y polvorientas hasta llegar al frondoso y poblado pie de las montañas nevadas, rodeadas de plantaciones de té y fascinantes monasterios budistas. Es previsible que este slow travel nos robe un siglo de la cartera sin avisar.
En 130 años de existencia, ni terremotos ni ciclones ni inundaciones pudieron con el que se ganó el apodo de "Tren de Juguete". Sus locomotoras a vapor son anteriores a 1925 y su pintoresca apariencia no ha cambiado mucho desde entonces. Paradoja: este "Juguete", una magnífica obra de ingeniería, ha servido de transporte de tropas en tiempos menos felices.
A menudo las vías pasan por el arcén de la carretera, cruzan los carriles otras tantas y rozan fachadas, comercios y viandantes entre rebufos y "tuú-tuú" ahí voy.
Un viaje es un capricho y Darjeeling un destino inefable entre callejones donde los colores hablan, atestados de artesanía con olor a té o cocina tibetana. Entre medias sacan la cabeza los edificios coloniales, las cúpulas de recintos budistas e hindúes y jardines botánicos, tan propios como tea time y el ferrocarril de la mano británica. El Khangchendzonga (8.598 metros de altura) pone el flequillo de nieve al paisaje.
Recomiendo reservar butaca para el "Viaje de juguete" con dos días de antelación en la estación de Darjeeling. La vuelta no cabe en la maleta.