
De las rutas más reconocidas del Camino de Santiago, es la del Norte, la que recorre el filo del litoral cantábrico, desde Irún a Arzúa, la que posee un cierto misterio entre marinero y montuno. Por eso, es en Cantabria donde este trayecto más se agarra al cielo y a la tierra, gracias a esa combinación vitamínica y tan cántabra, compuesta de montaña, aire y sal. En Castro Urdiales el espíritu toma forma de peregrino y, ya en Laredo, de cruzado sabio.
Y es que Laredo siempre ha sido un punto imprescindible de paso, porque aquí también, en 1556, inició su camino peninsular de retiro hacia Yuste, el emperador Carlos I. En septiembre, la villa celebra y conmemora aquel hecho. Laredo, pueblo marinero, vacacional y veraniego, conserva su propia historia en un puñado de calles y callejuelas con antiquísimas casas y pequeños comercios -mercerías, pañerías, ferreterías- casi desaparecidos en otras partes de España y que aquí, más que tiendas parecen reliquias o museos.
Palacio de La Magdalena.
El Camino continúa por la señorial Santander. Al visitante siempre le ha llamado la atención encontrar en la ciudad capital de Cantabria ese inventario especial de costumbres propio de cualquier provincia encantadora y eterna. Charlas y tertulias de café y cafetería, paseos por las aristas del mar (¡cuánto pasea la gente de Santander!) todo ello hace que este lugar se parezca a una ciudad, sí, pero no a una capital.
Y claro la medieval, y cercana a Santander, Santillana del Mar con sus calles estrechas y empedradas -mejor recorrerlas bajo una cierta llovizna- que, aunque un tanto salpicadas de comercios artesanos, llevan hasta la Colegiata de Santa Juliana, la cual se levanta románica como un cofre de piedra que guarda la joya más valiosa de Santillana, su claustro del siglo XIII.
Colegiata de Santilla del Mar.
Siempre en dirección oeste, Comillas pide paso en el paisaje gracias a sus aires indianos. Su palacio de Sobrellano, de inquietante estilo neogótico, fue sede de aquella saga, casi televisiva, fundada por el emigrado a Cuba, emprendedor, comerciante, y dicen que hasta esclavista, Antonio López y López, el marqués de Comillas. Cerca del palacio de Sobrellano, se levanta El Capricho, un edificio diseñado por Gaudí y que, aquí, al lado de la rigidez del palacio del marqués de Comillas, contrasta por su aspecto e ingenua fantasía de mecano infantil. No lejos de este punto -desde La Revilla- y hasta cerca de San Vicente de la Barquera, se inicia uno de los tramos del Camino de Santiago, de dos kilómetros de longitud, que está histórica y documentalmente demostrado que es un fragmento del antiguo y auténtico Camino del Norte. Ese trecho, que se recorre sin dificultad técnica alguna, discurre entre prados ondulados y vacas pardas cuya expresión, al contemplar el paso del peregrino, es de continua y tranquila sorpresa.
En San Vicente de la Barquera el Camino Jacobeo es más marinero que en ningún otro lugar. Sus aires pesqueros, su ría tranquila, sus marismas verdes, sus playas ocres, sus puentes sobre las mareas y sus acantilados así lo prueban. Mucho de esas vistas se observa desde la parte alta de San Vicente. Hacia allí se dirigen los peregrinos en busca de albergue y, cómo no, también para leer desde la distancia, las páginas de naturaleza que son este litoral, cuyos puntos y comas, en la marea baja, son las barcas varadas y ladeadas sobre la marisma.
Antes de que el Camino se haga asturiano, no será mala idea abandonarlo un poco para darle a la ruta algo de reposo al tono marino para, así, en dirección sur, tomar un baño de montañas blancas y colinas verdes en el valle del Ansa. Allí se esconde un nudo de tierra en donde duerme su sueño añil, un extraño e insólito ámbar azul, un fenómeno vecino a las antiguas galerías de una mina ya sin explotación que, a su manera, muestra un jolgorio de antojos geológicos reunidos a lo largo de la cueva de El Soplao.
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