Ya en las etapas previas a la globalización, en el entorno de la caída del Muro de Berlín, Occidente acabó de asimilar plenamente la convicción de que, concluidas la bipolaridad y la confrontación entre utopías, la prosperidad debía fundamentarse en la racionalidad económica.
Negarla o distorsionarla generaba pobreza y desigualdad, lo contrario de lo que se pretendía. La socialdemocracia, en concreto, buscó nuevas vías de equidad, y sustituyó su afán redistributivo, que impedía la acumulación de capitales y, en definitiva, el progreso, por la exigencia de unos servicios públicos universales y de calidad que proporcionasen la igualdad de oportunidades en el origen.
Con todo, nuestra civilización mantuvo siempre el criterio de que la racionalidad económica había de conciliarse con otros principios humanistas vinculados a la dignidad del ser humano. Era necesaria la supervivencia de un cierto Estado de Bienestar, de un sistema de protección que asegurara a los ciudadanos contra la adversidad: enfermedad, vejez, desamparo, desempleo.
Ahora, la crisis económica ha puesto en evidencia la debilidad de un euro basado sobre una gran heterogeneidad, fruto de la inexistencia de una política fiscal y presupuestaria común en la Eurozona. Y el Directorio, cargado con la responsabilidad de salvar la nave, ha afrontado la recesión forzando un gran ajuste fiscal, que está teniendo un gran coste social, y ahora plantea un plan de competitividad que pretende reducir a la mínima expresión la negociación colectiva y eliminar la indexación de los salarios con la inflación, pasada o futura.
No cabe duda de que la propuesta es "racional", pero no por ello ha de ser directamente digerible. En primer lugar, por las formas: no es aceptable llevar a cabo reformas tan drásticas por el simple imperativo de la potencia dominante, sin constitucionalizar primero la Unión Europea ni dar a las propuestas una densidad democrática que no poseen en absoluto. Y, segundo, por razones políticas de equidad y proporcionalidad: la recesión ha sido consecuencia de los excesos avariciosos del sistema financiero, y, lejos de habérsele impuesto a éste sanciones, estamos siendo los ciudadanos quienes, además de aportar recursos, terminaremos perdiendo todos los derechos clásicos, que ha costado siglos de lucha instaurar.
Es un viejo axioma que la economía debe supeditarse a la política, que es como decir que lo material debe plegarse a los valores y a los principios. Nunca fue más necesario mantener estos criterios que en la actual encrucijada europea.