
Si las políticas fueran matemáticas ni el PSOE gobernaría ni Ciudadanos sería tan relevante. Sin embargo, nuestro sistema democrático permite que no gobierne la lista más votada, o que actúe de sostén de un Ejecutivo un partido que ni siquiera suma lo necesario como para proponer una moción de censura por su cuenta.
Eso, que siempre ha sido así, se nota aún más por el proceso que ha vivido España durante los últimos cuatro años en el que se ha cuestionado el bipartidismo tradicional. De tener dos partidos enormes gobernando en alternancia gracias a pactos puntuales con otros minoritarios se ha pasado a un escenario con cuatro partidos relevantes con capacidad de proponer alianzas de Gobierno. Por una parte eso ha abierto las opciones de acuerdos y limitado las capacidades unilaterales, pero por otra podría haber arrastrado a los grupos medianos, que antes eran relevantes, a una situación muy diferente a la que vivían antes.
Es el caso de los nacionalistas, tan necesarios en su momento para permitir la gobernabilidad de PSOE y PP -o, a menor escala, para hacer posible la aprobación de sus presupuestos-. La crisis del bipartidismo se ha llevado por delante parte de su impacto electoral, y con él cabría pensar que también una buena tajada de su cuota de poder nacional. Así, de 37 escaños ocupados por partidos nacionalistas en 2011 se ha pasado a 25 en el actual Parlamento.
El poder 'numérico' del nacionalismo vasco y catalán está determinado desde siempre por la propia definición de esos partidos: compiten en una única comunidad autónoma que, por grande que sea, cuenta con unos escaños concretos. Por tanto, la irrupción de fuerzas 'nacionales' en esos territorios -en el pasado el PSOE, ahora Podemos- corta de raíz su proyección en el Congreso. ¿Qué implica eso? A menor peso parlamentario, menor presencia en el reparto de poder… o al menos así debería ser si el poder fuera una cuestión de matemáticas.
En realidad ese menor peso numérico apenas supone un contratiempo a nivel de funcionamiento -tener o no grupo propio, tener o no mayor poder de decisión-, pero no les resta capacidad de influencia en términos prácticos. Basta comprobar que a pesar de su bajón en escaños los nacionalistas han seguido participando activamente de la designación de vocales al CGPJ -uno fue propuesto por Convergència, otro por el PNV- o de RTVE -el PNV apoyó la propuesta de consejeros de PSOE y Podemos-.
De hecho en el Congreso también mantienen su cuota de poder. Durante la décima legislatura -la de la mayoría absoluta de Rajoy-, tuvieron la presidencia de una de las comisiones 'importantes', la de Asuntos Exteriores, que recaía en Josep Antoni Duran i Lleida. Ahora presiden dos, aunque de menor peso: la de Ciencia, Innovación y Universidades (el republicano Joan Olòriz) y la de Políticas Integrales para la Discapacidad (el convergente Jordi Xuclà, ahora en el Grupo Mixto).
Podría decirse por tanto que el peso del nacionalismo en la toma de decisiones nacionales sigue siendo muy importante. Quizá son menos críticos en lo numérico, y quizá el tetrapartidismo impone otro tipo de dinámicas, pero la realidad es que siguen siendo decisivos a pesar de las limitaciones.
Eso se nota en la forma en que marcan la agenda, porque para algo el procés catalán, la financiación autonómica o el cupo vasco han sido -y son- asuntos delicados. Pero también tiene efectos concretos y tangibles más allá de la influencia: no conviene olvidar que la aprobación de los Presupuestos del PP primero y la de la moción de censura del PSOE después dependieron exclusivamente de la voluntad del PNV.