
La última convención nacional del Partido Popular, celebrada este fin de semana en Sevilla, ha sido un convención inusual, a la que Rajoy llegó sin los Presupuestos Generales -que prometían ser el gran logro del Gobierno-, y con más frentes y escapes de gas de los recomendablemente permitidos en eventos de este tipo, que están concebidos para rearmar ideológicamente a los partidos políticos y para encumbrar el liderazgo del jefe.
La irrupción de Cristina Cifuentes en las primeras horas de la convención desconcertó a los asistentes. Muchos eran los rumores de su posible ausencia tras el escándalo que perseguía su estela, primero de la antigua Dirección General de Seguridad y Real Casa de Correos de la Puerta del Sol, hoy sede de la Comunidad de Madrid en la Puerta del Sol, y después desde la estación de Atocha hasta Santa Justa, y más tarde durante todo el fin de semana, en el hotel Barceló Renacimiento en el que tuvo lugar la convención nacional de los populares.
Antes de cortar la cinta, Cifuentes estrenó la sala de prensa para reafirmar por tercera vez consecutiva que su versión es la real, la legal, y que si hay sombras de irregularidades en su máster en la Universidad Rey Juan Carlos, desde luego no dependen de ella, si no de los errores administrativos que parecen ser tónica dominante de la institución ubicada en Móstoles.
Y si Cristina Cifuentes copó y restó protagonismo a la convención, no lo fue menos la salida de prisión del expresident de la Generalitat, una razón que dividió al partido entre las reflexiones de Esteban González Pons -más político y más en el papel de un dirigente del PP, profundizando en la herida que abre la UE por no respetar la soberanía de los países- y, la tarea diplomática y de Gobierno del ministro Alfonso Dastis, que insiste en no ofender ni a Merkel ni entrometerse en el respuesta de la justicia germana.
Rajoy, ajeno a estas batallas, y más preocupado por saludar a los allí presentes y resolver con gesto de anfitrión, que por cierto le he tenido de arriba a abajo durante tres días por los largos pasillos y las interminables escaleras de un hotel preparado con cintas andadoras -en las que posó para sus incondicionales-, se postuló a sí mismo, mientras algunos jugaban a los muñequitos apostando por posibles sucesores. El tiempo de los rivales tuvo perfil bajo. No tocaba. Pero tampoco tocó el momento de la autocrítica y la desaprovechada ocasión de refundar y de presentar un programa ilusionante. Es difícil. El azahar de Sevilla huele a tiempo electoral.