El absurdo permanente en el que el independentismo ha instalado a la política catalana ha obligado al Estado a enfrentar un sinfín de situaciones que desbordan las previsiones del ordenamiento jurídico y ante las cuales no existe una respuesta precisa, sino la que, aunando pericia y determinación, sean capaces de dar el Gobierno y los tribunales.
El salvavidas que en forma de medidas cautelares ha brindado el Tribunal Constitucional al Gobierno dispone tres prohibiciones preventivas. En primer lugar, Puigdemont no puede ser investido por vías telemáticas. En segundo término, no podrá procederse a la investidura de un candidato en busca y captura si no existe autorización judicial. Y, finalmente, no cabe la opción de que los fugados de la Justicia deleguen el voto.
La declaración del máximo interprete de la Carta Magna tiene dos consecuencias directas. Por un lado, anula cualquier eficacia jurídica que el separatismo pretenda dar a sus triquiñuelas -es decir, el intento de reelección de Puigdemont nunca tendrá validez legal- y, por otro, se pone sobre aviso a los diputados que impulsen un nuevo fraude. Así, los 'nuevos' saben que pueden verse salpicados por un proceso judicial que se ha mostrado muy severo con los anteriores Govern y Mesa del Parlament, y los imputados en el Supremo se asoman al abismo de la vuelta a prisión por reincidencia.
Una vez desactivadas las pretensiones de quienes aspiran a desafiar la ley y activados los mecanismos disuasorios a su alcance, concluye el papel del Derecho y los tribunales y se activa el momento de la acción del Gobierno.
Que Puigdemont lograra sortear el dispositivo policial publicitado por Zoido y lograra colarse en el Parlament sería un nuevo jaque al Estado que, en buena lógica, provoca el pánico en Moncloa.
El expresident lleva casi tres meses burlándose del Estado y encontrando las grietas que tiene el ordenamiento para mantener su desafío. Y cuando parece que su bochornoso periplo se ha topado con una vía muerta, encuentra una vía para reinventarse y alzarse de nuevo contra las instituciones españolas.
Al margen de dejar en un pésimo lugar al Ministerio del Interior y a la inteligencia española, la imagen de Puigdemont en la sesión de investidura provocaría la indeseable imagen -especialmente delicada en nuestro país- de ver a las Fuerzas de Seguridad entrando en un Parlamento democráticamente elegido. El independentismo sueña con esta fotografía, como soñaba con la de las cargas policiales del 1-O. Al Ejecutivo debe exigírsele que aprenda de sus errores y la evite. Y si no es capaz, ya procede alguna dimisión.
No obstante, y a pesar de que Puigdemont ha conseguido hacernos creer que es capaz de llevar a término cualquiera de sus descabellados propósitos, lo más lógico y racional es pensar que no aparecerá por el Parque de la Ciudadela. En ese caso, Roger Torrent tendrá que optar por seguir adelante con el pleno de investidura proponiendo otro candidato o planteando un aplazamiento o una suspensión de la sesión.
Mi apuesta es que se decantará por una de las dos últimas. El Reglamento del Parlament no establece plazos para celebrar el debate de investidura, sólo exige que el candidato sea propuesto 10 días después de constituirse la Cámara -trámite ya cumplido-. Así ERC sigue fingiendo que apoya a Puigdemont, mientras cada vez son más las voces independentistas que le desgastan reclamándole que libere a Cataluña del secuestro y el ridículo a la que la tiene sometida.