
La congestión crónica que afecta a los juzgados en España y el elevado coste que supone enfrentarse a un litigio han hecho que muchos ciudadanos y empresas reconsideren cómo abordar judicialmente sus conflictos. En este contexto, gana terreno una alternativa cada vez más visible en el panorama legal: la financiación de litigios por terceros, también conocida como Third Party Litigation Funding (TPLF).
Este mecanismo permite que un inversor externo cubra los costes asociados a un proceso judicial —honorarios, tasas, peritajes— a cambio de recibir una parte del monto recuperado si el fallo es favorable. Si el caso no prospera, el financiador asume la pérdida. La clave está en que el beneficiario no asume el riesgo económico, lo que convierte esta figura en una opción especialmente atractiva tanto para demandantes con recursos limitados como para grandes compañías que desean evitar tensiones en su flujo de caja.
Aunque en países como Estados Unidos, Australia o Reino Unido esta práctica está plenamente consolidada y regulada, en España su desarrollo ha sido más reciente. Su introducción data de aproximadamente una década, y aunque cada vez se utiliza con mayor frecuencia, sigue sin contar con un marco normativo específico, lo que genera interrogantes sobre su funcionamiento y sus límites.
La financiación por terceros no es el único método para hacer frente a los costes legales —existen también seguros jurídicos, ayudas públicas o acuerdos con abogados basados en éxito—, pero sí es el más innovador desde el punto de vista financiero. A diferencia de los modelos tradicionales, los fondos de litigación funcionan bajo criterios de rentabilidad. Antes de invertir en un pleito, estudian su viabilidad, la cuantía reclamada, las posibilidades de cobro y el tipo de conflicto, priorizando disputas mercantiles, contractuales o de propiedad intelectual.
En sus inicios, este modelo se utilizaba casi exclusivamente para ayudar a litigantes sin capacidad económica. Sin embargo, hoy muchas grandes corporaciones ven en él una forma de externalizar el riesgo, liberar recursos y transformar potenciales pasivos legales en activos financieros. Desde un enfoque contable, esto tiene ventajas evidentes: el gasto no impacta el balance como deuda, y las reclamaciones judiciales se convierten en oportunidades de rentabilidad.
Además, contar con respaldo financiero externo puede otorgar fuerza negociadora. Saber que una parte tiene medios para llevar el caso hasta el final puede disuadir a la contraparte de dilatar o evitar acuerdos injustos. También puede reducir la presión por llegar a soluciones prematuras.
Pese a sus virtudes, este modelo plantea desafíos. El primero es la falta de regulación específica. Aunque el ordenamiento jurídico español contempla ciertas obligaciones de transparencia en acciones colectivas (tras la transposición parcial de la Directiva 2020/1828), no existe aún una normativa detallada que establezca cómo deben operar estos fondos. La ausencia de reglas claras puede generar inseguridad jurídica y conflictos en la práctica.
Uno de los puntos más debatidos es el grado de influencia que puede ejercer el financiador sobre la estrategia del litigio. Dado que su ganancia depende del éxito, es legítimo preguntarse si debería tener voz en la toma de decisiones procesales, o si esto pondría en peligro la autonomía del demandante o incluso la imparcialidad del sistema.
La jurisprudencia empieza a pronunciarse. En una sentencia destacada de 2024, el Juzgado de lo Mercantil Nº 3 de Barcelona estableció que el fondo financiador no adquiere la titularidad del litigio, sino que su relación se asemeja a una garantía sobre un derecho ajeno, como una prenda. Esto aclara que el inversor no sustituye al litigante, ni puede actuar en su nombre, limitando así el alcance de su participación.
En otros países, la regulación ya impone límites concretos. En Alemania, por ejemplo, la rentabilidad de estos fondos no puede superar el 10% del total reclamado, una medida orientada a prevenir abusos y preservar el equilibrio del proceso. Esta es una opción que algunos expertos consideran también aplicable a España para evitar que el acceso a la justicia se transforme en un negocio especulativo.
Otro debate importante tiene que ver con el potencial conflicto de intereses. ¿Qué ocurre si el fondo desea llegar a un acuerdo y el demandante prefiere continuar? ¿Cómo se resuelve la tensión entre quien pone el dinero y quien posee el derecho? Estas preguntas requieren soluciones claras para proteger la integridad del proceso.
No obstante, el avance del modelo parece imparable. En España, estos fondos ya participan activamente en litigios de alto valor económico en sectores estratégicos como energía, telecomunicaciones, infraestructuras o renovables. La tendencia apunta a una expansión progresiva, impulsada por una mayor sofisticación del mercado legal y el interés creciente de inversores especializados.
La financiación de litigios representa un cambio de paradigma. No se trata solo de una herramienta para facilitar el acceso a la justicia, sino de una nueva forma de gestionar riesgos jurídicos y de transformar los conflictos en instrumentos financieros. Si se regula adecuadamente, puede ser una herramienta poderosa para equilibrar fuerzas y mejorar la eficiencia del sistema. Pero si se deja sin control, también podría distorsionar la esencia del proceso judicial.
El reto ahora es encontrar el punto medio: fomentar la inversión legal sin desvirtuar los principios básicos de equidad, autonomía y transparencia que deben regir toda actuación judicial. España tiene ante sí la oportunidad de construir un modelo propio, adaptado a su realidad jurídica, que combine innovación y garantía de derechos.