
El ciberespacio es un entorno virtual creado por redes de ordenadores, como por ejemplo Internet, donde tiene lugar la comunicación digital, el intercambio de datos y la interacción entre personas, sistemas y dispositivos. Una idea de su dimensión nos la dan tres referencias: a finales de 2025 habrá en el mundo 27.000 millones de dispositivos conectados a internet y 5.560 millones de usuarios, que representan ¡el 67% de la población mundial!.
En este contexto es evidente que, quien domine el ciberespacio, tendrá en sus manos la información y, por tanto, la capacidad de condicionar decisiones políticas, influir en elecciones, generar narrativas o manipular la opinión pública. Pero el poder digital no se limita a lo informativo: también se manifiesta en lo económico y en lo estratégico. Así, por un lado, las grandes plataformas tecnológicas y las empresas de comercio digital no solo generan beneficios millonarios, sino que operan como actores casi estatales, influyendo directamente en la política internacional. Y, por otro, si nos referimos al componente de seguridad: un ataque digital puede paralizar infraestructuras críticas como hospitales, redes eléctricas, bancos o sistemas militares.
En este sentido es como puede entenderse que el ciberespacio se ha convertido en un auténtico campo de batalla, donde las grandes potencias despliegan sus recursos, y donde también prolifera la delincuencia en todas sus formas, desde el robo de datos hasta el sabotaje cibernético. Las guerras ya no solo se libran en el terreno físico, sino también en esta dimensión invisible pero decisiva.
Este marco es el que hace que resulte alarmante ver cómo se instrumentaliza el miedo al ciberataque con fines políticos. El reciente apagón que sufrió España el 28 de abril de 2025 fue un claro ejemplo. Mientras el país buscaba explicaciones, el Gobierno se apresuró a sugerir la posibilidad de un ciberataque como causa del colapso del sistema eléctrico. Pero la realidad terminó por imponerse: no fue un ataque, ni una acción extranjera maliciosa, sino el resultado de un enfoque ideológico que ha pretendido imponer una transición energética acelerada y mal planificada, sin tener en cuenta la estabilidad del suministro.
El problema no fue una agresión externa, sino una política interna basada en el dogma. Se ha intentado hacer creer que se puede prescindir por completo de las fuentes tradicionales de energía y mantener al mismo tiempo un sistema fiable y competitivo. Esto, por ahora, es una ilusión. Se puede llegar a un modelo 100% renovable, sí, pero no de forma improvisada, ni a costa de la seguridad energética de millones de ciudadanos y empresas.
La reacción del Gobierno fue tan predecible como irresponsable: buscar culpables externos antes de asumir errores propios. En lugar de revisar los fallos de planificación, se recurrió a la excusa del ciberataque. Y cuando quedó claro que no lo había, se intentó maquillar la situación con un argumento infantil: que la recuperación fue rápida. No creo que hablen en serio y es lamentable que sea ese el estándar de calidad con el que quieren hacer convivir a la sociedad española. ¿Se imaginan a un inversor extranjero diciendo: "vamos a apostar por España: allí se cae el sistema eléctrico sin razón clara, pero lo arreglan rápido"? Sencillamente absurdo.
Lo que necesitamos, con urgencia, es construir un sistema energético basado en la responsabilidad y el realismo, que no abandone la transición energética, pero que tampoco se imponga al margen de criterios técnicos, económicos y de seguridad. No se trata de frenar el cambio, sino de hacerlo bien. Y eso exige un mix energético equilibrado, que garantice seguridad de suministro, precios competitivos para familias y empresas, y una reducción sostenida de las emisiones contaminantes.
Abandonar las fuentes convencionales de energía sin contar con sistemas de respaldo o almacenamiento adecuados es simplemente suicida. Y más aún cuando esa decisión se toma desde el activismo político y no desde la evidencia científica o técnica. La transición energética no puede convertirse en una cruzada ideológica. No es una religión, sino una estrategia nacional que debe integrar intereses medioambientales, sociales y económicos.
Mientras el Gobierno siga escudándose en fantasmas digitales para tapar su incompetencia, el país seguirá siendo vulnerable no solo a posibles ataques reales, sino a sus propias decisiones erráticas. Necesitamos liderazgo, no propaganda. Seriedad, no excusas. Tecnología, pero con criterio. Y sobre todo, políticas públicas que no se construyan sobre dogmas, sino sobre datos, análisis y responsabilidad.
El apagón del 28 de abril debería ser un punto de inflexión. No para generar miedo, ni para buscar chivos expiatorios, sino para reconocer que estamos en un momento crítico. El ciberespacio es parte del tablero de poder global, pero no podemos perder de vista lo básico: que un país fuerte se construye desde su capacidad para garantizar luz, datos y verdad. Y eso exige gobernar, no improvisar para estar en el poder a cualquier precio, incluso el de poner en riesgo el interés general.