
Existe una deliciosa perversión en el modo en que los humanos nos relacionamos con la excelencia: cuanto más perfecta es una herramienta, más empeño ponemos en degradarla hasta que coincida con nuestras expectativas de mediocridad. Como si tuviéramos un talento especial para encontrar el punto exacto en el que la brillantez se convierte en rutina, una especie de Anti-Midas que transforma todo lo que toca en algo perfectamente mediocre.
Un reciente estudio en JAMA Network Open nos regala una obra maestra de esta peculiar habilidad. Cincuenta médicos -un número tan estadísticamente irrelevante como filosóficamente revelador- consiguieron la proeza de convertir una herramienta de diagnóstico (ChatGPT) con un 92% de precisión… en poco más que un pisapapeles decorativo.
Los resultados son devastadores en su brillantez: mientras GPT-4, sin ayuda humana, diagnosticaba con la precisión de un cirujano excelso (92%), los médicos sin IA alcanzaban un 74% (la línea base de la dignidad humana), y con IA llegaban al 76% - ese porcentaje mágico donde la competencia y la mediocridad se encuentran para tomar un café.
Es como tener un Ferrari y usarlo para ganar por medio metro una carrera de patinetes. Porque estos resultados se explican únicamente entendiendo que los médicos hicieron caso omiso a las recomendaciones de ChatGPT o, simplemente, lo utilizaron como un buscador Web (en lugar de pasarle los expedientes clínicos completos para su análisis).
Lo fascinante no es el fracaso -eso cualquiera puede lograrlo- sino la meticulosa precisión con que se alcanzó. El 16% nunca había usado ChatGPT, manteniendo ese compromiso inquebrantable con la ignorancia voluntaria que solo puede surgir de una profunda convicción en la superioridad del error tradicional. Otro 30% lo usaba "raramente", ese fascinante intervalo temporal entre "nunca" y "casi nunca" que únicamente existe en el diccionario de quienes creen que la experiencia se adquiere por ósmosis.
El estudio también desvela una de esas verdades que preferirían permanecer ocultas: los médicos que usaban la IA "frecuentemente" alcanzaron la misma mediocridad que los que nunca la habían usado, como si la experiencia fuera simplemente el arte de repetir los mismos errores con creciente convicción profesional.
Muchas organizaciones implementan IA con la misma estrategia que usaría un pavo para planificar la cena de Navidad: con mucho entusiasmo y una sorprendente falta de previsión sobre el resultado final. Distribuyen acceso a ChatGPT como quien reparte espadas láser en una guardería, mientras presumen que su reloj de sol es más auténtico que uno atómico porque "tiene más alma".
Lo verdaderamente revelador es que todo esto no es más que un síntoma de algo más profundo: nuestra inquebrantable fe en que la experiencia profesional es un amuleto contra la obsolescencia y en que nuestros diplomas enmarcados tienen poderes mágicos para repeler la eficiencia algorítmica. Es como si cada nuevo avance en inteligencia artificial provocara una regresión proporcional en inteligencia natural, una especie de principio de conservación de la estupidez en el universo.
Mientras tanto, seguimos vigilando nuestro territorio intelectual como quien vigila el Muro de Berlín dos décadas después de su caída, a la vez que las IAs avanzan con la inexorabilidad de un glaciar en un mundo que se calienta. La diferencia es que el glaciar, al menos, tiene la decencia de no fingir que se está derritiendo por elección propia.
Nuestra capacidad para convertir la excelencia en mediocridad sigue siendo el único talento que las máquinas aún no han logrado replicar. Y tal vez ésa sea nuestra última victoria: haber perfeccionado el arte de la imperfección hasta un nivel que ningún algoritmo podrá jamás alcanzar.
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