
Durante el gobierno del presidente Chávez (1999-2012) se produjo un proceso de destrucción del aparato productivo privado. La imposición de desproporcionados controles de precios que obligaban a múltiples productores a trabajar a pérdida o con unos márgenes artificialmente bajos, los compulsivos controles de producción y distribución que se les aplicó a múltiples empresas, las amenazas permanentes de fiscalizaciones, multas, confiscaciones e intervenciones, las numerosas expropiaciones arbitrarias de fundos, haciendas y otros centros de producción agrícola y, finalmente, las múltiples nacionalizaciones de empresas privadas que pasaron a ser administradas por el sector público, diezmaron al aparato productivo privado.
Paralelamente, los pésimos manejos gerenciales de las empresas públicas, la corrupción desmedida que proliferaba dentro de ellas, el abandono a las que fueron sometidas, la ineficiencia gerencial que las caracterizaba, y el establecimiento de precios y tarifas de los bienes que producían o los servicios que prestaban en muchos casos divorciados de sus costes, condenaron a muchas de ellas a incurrir en enormes pérdidas, a paralizar sus producción o, en el caso de múltiples empresas que fueron nacionalizadas, a producir una fracción de lo que producían en manos privadas.
En otras palabras, durante ese lapso se destruyó buena parte del aparato productivo interno, tanto privado como público, y se pasó a depender cada vez más de las importaciones para abastecer el mercado interno de los bienes y servicios que requería la población. Pero, para realizar esas compras externas se requerían divisas en cantidades crecientes. Dado que el flujo de dólares lo generaba casi en forma exclusiva la exportación petrolera, es fácil imaginar que en los años de altos precios de los hidrocarburos y de elevados volúmenes de producción y exportación de petróleo se disponía de las divisas para realizar esas importaciones.
Sin embargo, la aguda declinación de los precios en la segunda mitad de 2014 y su ulterior estabilización en niveles muy inferiores a los de los años previos, generó una escasez cada vez más aguda del ingreso de divisas. Eso se vio agravado a partir de 2015, cuando comenzó a producirse una sostenida y muy intensa declinación de los volúmenes de producción y exportación de petróleo, lo cual se debió a una serie de factores, entre los que se pueden mencionar:
1. El abandono de la política de apertura petrolera iniciada a mediados de los años 1990 que buscaba elevar la capacidad de producción a más de 5 millones de barriles diarios con la participación de PDVSA en asociación con las compañías extranjeras.
2. El despido injustificado de más de 18.000 gerentes y técnicos de PDVSA en 2003 después del paro petrolero de diciembre de 2002 y comienzos del año siguiente, que la despojó de buena parte de su gerencia y alto personal técnico, sin que a los afectados les fueran entregadas las prestaciones laborales a las que tenían derecho. Un robo descarado y una miserable injusticia.
3. El ulterior saqueo al que fue sometida esa empresa a través de una masiva y prolongada substracción de recursos por parte del poder Ejecutivo para alimentar fondos creados para financiar gasto público.
4. La obligación de emitir una enorme cantidad de bonos denominados en dólares que pagaban elevadísimos rendimientos de hasta 12,5% anual para alimentar el mercado cambiario, bonos que solo le generaban por su venta unos escasos bolívares a PDVSA ya que eran vendidos localmente en moneda local y a un tipo de cambio artificialmente bajo.
5. El desbocamiento de la corrupción.
6. La obligación que se le impuso a PDVSA de financiar los costosos e ineficientes programas sociales gubernamentales, conocidos como "las misiones".
7. La enorme carga financiera que le generó a PDVSA la obligación de pagar la deuda contraída con China a través de envíos petroleros gratuitos, a pesar de que esos préstamos no habían implicado captación alguna de recursos para esa empresa.
Como es fácil imaginar, semejantes cargas y despropósitos llevó a PDVSA a una práctica quiebra, la cual se vio acentuada por el arbitrario despojo y expulsión de múltiples empresas extranjeras que conformaban con PDVSA las llamadas empresas mixtas, sin que se les indemnizara por la confiscación de sus activos. Si bien las sanciones impuestas por Estados Unidos a PDVSA a partir de enero de 2019 agravaron la situación, no es cierto que el desplome del sector petrolero venezolano se debió a esas sanciones. El proceso destructivo de la industria petrolera nacional venía desde mucho antes.
Aquellas limitaciones de la capacidad de producción interna de bienes y servicios, combinadas con la escasez cada vez más aguda de divisas para importar, generaron, por una parte, un desabastecimiento crónico de productos esenciales —como alimentos y medicinas— y, por la otra, una caída severa de la actividad productiva, al punto de que en el lapso 2014-2020 el PIB experimentó una contracción acumulada del orden de 75%. Adicionalmente, las limitaciones cada vez más críticas de ingresos públicos, y las cargas cada vez mayores de gasto, causadas, entre otras razones, por las cuantiosas pérdidas de las empresas públicas, por las ineficientes y costosas «misiones», y por la desenfrenada corrupción, generaron desequilibrios crecientes en las finanzas públicas, que se manifestaron a través de grandes déficits cuyos financiamientos eran cada vez más difíciles de obtener.
La saturación del mercado financiero local, combinado con la imposibilidad de acceder al financiamiento foráneo, entre otras razones, por el alto y desproporcionado nivel de la deuda pública externa, por las sanciones financieras impuestas desde 2017 por Estados Unidos, y por la suspensión del servicio de la deuda pública a partir de noviembre de ese año, llevaron a que aquellos crecientes déficits públicos fuesen financiados por el subyugado Banco Central de Venezuela a través de la masiva y creciente creación de dinero sin respaldo.
La creación desproporcionada de liquidez, combinada con las restricciones cada vez más críticas de oferta de bienes y servicios, y con el incremento de los costos de importación, producción y distribución, agravaron notablemente el problema inflacionario, hasta llegar a una situación hiperinflacionaria que se extendió desde fines de 2017 hasta entrado el 2020. Todo lo anterior generó un aumento desproporcionado del desempleo y de la pobreza, y un deterioro de la calidad de vida de la población, al punto de crear una crisis humanitaria que llevó a más de 7 millones de personas a emigrar, la mayor parte de ellas en busca de sobrevivencia.