
Carles Puigdemont volvió a demostrar este jueves que no reconoce límite alguno en su afán por dinamitar el normal funcionamiento de las instituciones democráticas.
El mismo día de la investidura de Salvador Illa, con una orden de detención todavía en vigor tras siete años, el expresidente prófugo se permitió presentarse en el centro de Barcelona, concentrar allí a sus fieles y volver a huir después de arengarles prometiendo nuevos desafíos a las autoridades.
Si toda esta secuencia se desarrolló en medio de la más absoluta impunidad, la responsabilidad recae, en primer lugar, en el cuerpo de Mossos d' Esquadra. La intención de la Policía autonómica de no detener de inmediato a Puigdemont podía justificarse como un medio de evitar una respuesta violenta de sus partidarios congregados en las calles.
Lo que carece de toda justificación es el hecho de que en ningún momento hubiera agentes custodiando de cerca al político secesionista. Es imposible compensar tan evidente dejación de funciones, comparable a la mostrada ante el referéndum ilegal del 1-O, con las órdenes detención dictadas a posteriori o con las sucesivas, e inútiles, Operaciones Jaula, desplegadas en las carreteras. Puigdemont sale indemne así del nuevo pulso que plantea a los cuerpos de seguridad, jueces y, sobre todo, al Gobierno de Pedro Sánchez.
El jefe del Ejecutivo se ha mostrado dispuesto a aceptarlo todo, en el terreno económico y político, con tal de conseguir el objetivo de que su exministro de Sanidad sea investido President. Pero ni siquiera Sánchez puede mirar por más tiempo hacia otro lado ante la bochornosa burla al Estado de Derecho que Puigdemont ha protagonizado, y debe romper toda relación con Junts.