Opinión

¿Es sostenible la política de sostenibilidad?

  • Un impuesto a la emisión de CO2 provocaría una inflación en la transformación 
  • Si solo Europa crea legislaciones ecológicas, las industrias se deslocalizarán 

"Lo que es sostenible es lo que atiende las demandas de la sociedad". Esta declaración de intenciones corresponde a Antonio Brufau, presidente de Repsol, en su discurso de aceptación del VI premio José Echegaray concedido por El Economista. Es un buen titular, porque como señaló la presentadora de los premios, Susana Burgos, lo primero en lo que pensamos cuando hablamos de sostenibilidad es exclusivamente protección del medio ambiente. Pero, ninguna empresa, ni ninguna organización política pueden sobrevivir si no atienden a las demandas de la sociedad.

La sociedad demanda que cuidemos del planeta, pero también demanda más cosas. Para saber de qué estamos hablando suele ser una buena idea acudir al diccionario. Así, la Real Academia de la Lengua define sostenible, especialmente en economía y ecología, como lo "que se puede mantener durante largo tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medio ambiente." Si se agotan los recursos, que siempre son limitados, entonces una política por bienintencionada que sea no es viable, y por tanto no es sostenible.

Por supuesto, no hacer nada en cuestiones medioambientales tampoco es sostenible. En primer lugar, por cuestiones a escala local. Si se contamina sin control, el bienestar general disminuye. El ejemplo más claro está en las ciudades, y no sólo en el aire, sino también en los ríos. La limpieza de los ríos tiene un coste, y encarece el agua, pero mejora sustancialmente la calidad de vida de la población. Nadie quiere vivir en entornos contaminados. Pero las cuestiones a nivel general son muchísimo más complejas. Aquí hay pocos hechos claros, pero uno de ellos es que las emisiones de dióxido de carbono (CO2) se han multiplicado desde 1850. Hasta tal punto, que ha cambiado la composición de la atmósfera, ya que tenemos muchísima más concentración de C02 que en cientos de miles de años. No se puede esperar que se cambie la composición global de la atmósfera y que no pase nada, y, sobre todo, que no nos pase nada.

La solución más obvia en economía parte de que la composición de la atmósfera admite una cantidad limitada de CO2 y otros gases de efecto invernadero (GEI). Por lo tanto, a primera vista resulta racional poner algún tipo de impuesto a las emisiones de CO2, que internalice y haga visible el coste por usar este recurso, las emisiones. Si las emisiones son cada vez más costosas irán disminuyendo. Sin embargo, la otra consecuencia, es que, si internalizamos, es decir introducimos un coste que antes no existía, entonces todo lo que se produzca, y haya que emitir para producirlo, es decir prácticamente todo, será más costoso, y por tanto más caro. Esto quiere decir que la transición energética, que es el punto clave de la transición ecológica, y que consiste en pasar de utilizar fuentes de energía que emiten mucho CO2, otros GEI, y en general contaminan, hacia fuentes limpias, es un proceso, que, por definición, aumenta los costes y es inflacionista.

Además, la transición energética dejará obsoletos, antes de tiempo, muchos bienes de capital. Por ejemplo, un surtidor de gasolina, o los propios automóviles con motores de combustión interna. Esto tiene los mismos efectos que un shock de oferta negativo, y obliga a realizar mayores inversiones, que habrá que rentabilizar, para hacer ofrecer los nuevos productos más ecológicos. Otra cuestión que se suele olvidar es que todo este proceso es, por encima de todo, una transición tecnológica. Esto quiere decir que los primeros prototipos, hasta que se inicia la producción masiva tienen muchos más costes, dan menos prestaciones, y también se acaban quedando obsoletos antes.

Si todos estos inconvenientes le parecen pocos, hay que añadir que un problema global casi nunca admite soluciones locales. Si la normativa de reducción de emisiones sólo se aplica en Europa, lo que ocurrirá es que la producción se trasladará fuera de Europa. Aquí, el ejemplo más claro lo tenemos en el refinado del petróleo. Construir una refinería de petróleo es una inversión claramente "Brown", es decir nada ecológica. Pero, el petróleo hay que refinarlo, y seguimos necesitando sus derivados. No somos conscientes de nuestro nivel de dependencia de los carburantes, que se ha reducido, pero mucho menos de lo que pensamos.

Según los datos de la Agencia Tributaria, el pasado año consumimos en Península y Baleares (sin contar País Vasco y Navarra) 32.993 millones de litros de gasolinas y gasóleos. Es un 1% menos que en 2022, pese al crecimiento de la economía, pero sigue siendo mucho petróleo. En la época de la burbuja consumíamos, con un volumen de actividad parecido un 30% más, pero en 2020, con las restricciones y cerrando buena parte de la actividad económica, el volumen de gasolinas y gasóleos utilizados como carburantes fue de 29.550 millones de litros, no mucho menos que en situaciones normales. Nos guste o no, seguimos necesitando importar crudo, y sigue haciendo falta refinarlo.

En su presentación de Brufau, el consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz, hacía referencia a la capacidad de anticipación de su presidente, señalando que hablaba de estas cosas mucho tiempo antes de que se pusiesen de moda. Lo más relevante, en mi opinión, con todo, es la capacidad de ir a contracorriente y de impulsar proyectos. Por ejemplo, la construcción de la última refinería en Europa en Cartagena que finalizó en 2011 en plena crisis económica. No se puede elegir dónde se encuentra el crudo petrolífero, pero sí donde se refina. Y las emisiones globales no cambian porque se refine en Rusia, Omán o Europa. O incluso son superiores si se deslocalizan, tanto por el transporte, como también porque en otros países no siempre se utiliza la mejor tecnología disponible. Y como nos estamos dando cuenta en estos últimos años, en Europa tenemos una fortísima dependencia estratégica de nuestros proveedores, que no son siempre regímenes políticos ideales, en petróleo y gas, que es menor en España, precisamente por decisiones de inversión, como refinerías o regasificadoras, que no son tan populares como otras.

No todas las políticas de sostenibilidad son sostenibles. Para que podamos hacer una transición ecológica viable hay que hacerla globalmente y se tiene que poder pagar. No vale sólo con que un puñado de países muy ricos la puedan pagar. Incluso, dentro de ellos, tampoco vale con que un puñado de consumidores tengan la capacidad económica para disponer del último modelo de automóvil eléctrico. Y esto no sólo es una cuestión de justicia social, sino simplemente de viabilidad económica.

Es imprescindible el avance tecnológico para abordar estos retos. Y este avance no se producirá sin inversiones en investigación y desarrollo, pero, posteriormente es imprescindible la eficiencia económica que permita costes asumibles. Sólo así, las políticas energéticas y otras de transición ecológica serán sostenibles, porque no agotarán todos los recursos disponibles. Si no se hace así, no hay una política viable de transición ecológica, sino puro populismo ecológico. Por supuesto, la reacción será el otro extremo del populismo, el negacionismo puro y duro de la contaminación y el cambio climático. Ya lo estamos viendo.

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