
Se habla cada vez más del derecho del contribuyente al error. Creo, sinceramente, que el planteamiento, loable, no es el acertado. Me explico.
El sistema de liquidación de los impuestos en nuestro país es el de la autoliquidación, esto es, una declaración que el contribuyente hace de los hechos con relevancia tributaria y el cálculo que el mismo hace del importe que corresponde ingresar por esos hechos en concreto.
Es lo que se denomina declaración-liquidación, o autoliquidación, porque el contribuyente es quien declara y autoliquida el importe a ingresar. Para calcularlo, este ha de aplicar la norma tributaria que corresponde a esos hechos en particular.
Aplicarla significa calificarlos jurídicamente, identificar la norma tributaria que le es de aplicación, e interpretarla.Normalmente, tales tareas se hacen sin conocer cuál es la interpretación que la Administración Tributaria hace sobre tales hechos ni la información completa que esta tiene de los mismos.Al contrario.
En muchos casos lo único que aquel conoce es la existencia de controversia.Es cierto que el contribuyente tiene el derecho a consultar, pero también lo es que la Administración tiene la obligación de garantizar la certeza en la aplicación de las normas.Eso, al menos, es la obligación de una Administración diligente.
No hay que olvidar que la Constitución consagra el derecho a la seguridad jurídica, que, nos guste o no, se conculca una y otra vez. Seguridad es certeza, y certeza es lo que el contribuyente no tiene.
Contrariamente a lo que se piensa, la Administración no tiene ningún privilegio especial con relación a la interpretación de la norma. Su interpretación es tan válida como la del contribuyente.
Por otra parte, la negligente técnica legislativa promueve conflictos interpretativos de todo tipo que, en no pocas ocasiones, conllevan a reinterpretar la norma a conveniencia de los intereses de cada parte.
Se habla así erróneamente de interpretación favorable a la Administración, o al contribuyente, cuando su finalidad no es favorecer a uno ni a otro, sino aplicar la ley en sus justos términos.
En este contexto, el primer derecho a garantizar es el derecho a la seguridad jurídica, derecho que, para entendernos, significa conocer con certeza las reglas del juego antes de que el partido empiece, y conocer la información completa que la Administración tiene del contribuyente. Pero si esta no tiene el monopolio de la interpretación, hay que reconocer también al contribuyente el derecho a discrepar.
Y aunque la norma reconoce que la interpretación razonable exime de culpa, lo cierto es que, si la interpretación del contribuyente y la de la Administración no coinciden, la sanción está garantizada.
Lean, si no, mis dos últimas colaboraciones. El problema es que la liquidación que la Administración hace tras una actuación de comprobación goza de presunción de legalidad, esto es, que si el contribuyente no comparte el criterio de la Administración y desea recurrir, ha de pagar o avalar el importe del principal, esto es, la deuda, sanción excluida.Y ahí es donde se rompe el necesario equilibro entre la Administración y el contribuyente.
Sin embargo, ni uno ni otro tiene el monopolio de la interpretación. Los únicos que lo tienen son los Tribunales de Justicia que, además, y por falta de medios, resuelven tarde. Pero nada, solve et repete.
Tal es el convencimiento de que la Administración tiene el monopolio de la verdad, que el único medio que hasta hoy existía para discrepar de ella sin riesgo alguno de sanción, era pagar primero y recurrir después. El contribuyente no tiene, pues, el derecho a discrepar desde el minuto cero. Bueno. Sí que lo tiene, pero con un altísimo riesgo.
El derecho del contribuyente a discrepar está, pues, diezmado por todas partes.Si leemos con atención las sentencias del Tribunal Supremo, la interpretación que en no pocas ocasiones prevalece es la del contribuyente, sobre todo, en temas no excesivamente complejos, por ejemplo, la deducibilidad como gasto de la retribución de los administradores no prevista en los estatutos, el tratamiento en el IVA de las subvenciones-dotación, la no sujeción al IVA de la cesión gratuita del uso del vehículo a los empleados, la deducibilidad en el IS de gastos correspondientes a periodos prescitos, y un largo etcétera de temas relativos a cuestiones generales, y no particulares.
En este contexto, el derecho al error del que cada vez se habla más, no soluciona el problema.No hay que olvidar, además, la problemática asociada a los efectos temporales de los criterios interpretativos y el empecinamiento de los Tribunales en limitar los efectos de sentencias que anulan normas aprobadas por el ejecutivo o el legislativo, o el empecinamiento del legislador en limitar la responsabilidad patrimonial del Estado legislador, o en modificar la norma para que el criterio administrativo prevalezca.
La buena fe del ciudadano es, pues, un derecho pisoteado, como la presunción de inocencia, con los daños y perjuicios que conlleva la condena popular previa al pronunciamiento judicial, en ocasiones, por cierto, a favor del contribuyente, incluidos supuestos de presunto delito fiscal. Es, pues, necesario que más que el derecho al error, se regule el derecho a la certeza y sus consecuencias, el derecho a discrepar y sus efectos, el derecho a la información, y a la intimidad.
Profesor de la UPF y socio director de DS,abogados y consultores de empresa.