
Si lo analizamos con perspectiva, la evolución que la fiscalidad ha tenido desde 1978 hasta hoy, es espectacular. Si nos centramos en lo relativo al control del cumplimiento de las obligaciones tributarias, la evolución ha sido exponencial.
La utilización de etiquetas identificativas adhesivas fue el inicio del control de los contribuyentes que, junto a la implantación generalizada del NIF y de la declaración censal, supuso un importante avance en el control de los contribuyentes y de sus distintas obligaciones tributarias.
Por su parte, las obligaciones de suministro de información han permitido tener una ingente información de los contribuyentes y un control cruzado de sus datos. El número de obligaciones de información que hoy tenemos, nada tiene que ver tampoco con las que en 1978 se impusieron.
Las retenciones, pagos fraccionados, e ingresos a cuenta, han contribuido también a ese control cruzado al que nos referimos y que representa una herramienta fundamental para la lucha contra el fraude. Aunque nos quede lejos, recordemos también el avance que supuso el acceso al movimiento de las cuentas bancarias de los contribuyentes.
Recordemos, igualmente, la firma de convenios de doble imposición y de intercambio de información entre España y otros países. La implantación del Plan BEPS, y la declaración de bienes en el extranjero, han sido también un avance importante.
Si a lo anterior le unimos el régimen sancionador, el tratamiento informático de los datos y la aplicación de la inteligencia artificial a su análisis, el cerco al fraude fiscal es evidente.
Nuestro actual IRPF, o Impuesto sobre Sociedades, nada tienen que ver con los aprobados en 1978
No es, pues, de extrañar que España sea uno de los países que mayores recursos ha destinado en herramientas informáticas. El salto de las declaraciones en papel a su presentación telemática ha sido igualmente un salto cualitativo importante. En definitiva, la AEAT sabe de nosotros mucho más que nosotros mismos.
La misma evolución ha experimentado nuestra legislación. Recuerden el paso adelante que supuso la Ley de Activos Financieros, o el cambio de hábitos que la entrada en vigor del IVA supuso para todas las empresas, y que, con el SII, ha obligado de nuevo a más cambios.
Nuestro actual IRPF, o Impuesto sobre Sociedades, nada tienen que ver con los aprobados en 1978. El mismo régimen de módulos supuso un importante avance en el cumplimiento de obligaciones de pequeños sectores de muy difícil control.
Las nuevas tecnologías han cercenado la relación personal y la inmediatez, y nos han introducido al mundo virtual de la soledad
En definitiva, un importante avance de nuestro sistema tributario y un poder ingente de control cruzado de los datos mediante un sistema informático avanzado y pionero en nuestro entorno mundial.
Si nos quedásemos ahí, la conclusión es más que satisfactoria. Sin embargo, esta excelente y necesaria evolución no ha ido acompañada de la seguridad jurídica que un sistema tributario eficiente requiere. Al contrario.
La deficiente calidad legislativa, la constante aprobación de normas, los permanentes cambios normativos, la menor formación de nuestros políticos, la politización de las normas, y la utilización cada vez mayor de conceptos jurídicos indeterminados, han perpetrado una insoportable inseguridad jurídica que fomenta el conflicto y la discrepancia interpretativa.
Pocos ciudadanos están hoy seguros al aplicar la norma. En la mayoría de los casos, se desconoce cuál es el criterio que la Administración Tributaria aplicará con relación a una u otra cuestión, criterio que, cuando se adopta, se aplica desde el minuto 0. Los cambios de criterio son a su vez notables, y las discrepancias entre los Tribunales de justicia son el pan de cada día.
Por otra parte, la necesidad de mayores ingresos ha hecho que la recaudación sea hoy el objetivo prioritario. Lo importante, es recaudar. Objetivo que ha tensionado la relación entre la Administración y los contribuyentes, cada vez más tensionada, a su vez, por el "marco mental" de presumir siempre el incumplimiento de los contribuyentes.
Pero si en algo se ha retrocedido es en las relaciones personales. La correcta aplicación del derecho requiere relación personal entre los ciudadanos y la Administración. Requiere cercanía. Empatía.
Sin embargo, caminamos hacia una impersonalización absoluta de las relaciones. La odiosa cita previa, el teletrabajo, y la tendencia para relacionarse casi exclusivamente de forma telemática, ha incrementado de forma exponencial la brecha entre el ciudadano y la Administración.
A ello hay que añadir la tendencia cada vez mayor a un casi inexistente diálogo. Ante un requerimiento o una comprobación, la Administración tiene ya hecha la "foto fija" de la situación del contribuyente, siendo estéril todo intento de pretender explicar la inexactitud de la foto.
Parece como si las nuevas tecnologías se hayan vuelto en contra del contribuyente y en lugar de contribuir a mejorar la relación e información del ciudadano, se hayan convertido en su enemigo. En un muro infranqueable. Y de ahí el temor a la IA.
En definitiva, una evolución asimétrica de nuestro sistema tributario en su conjunto. Evolución que ha sido posible gracias a la complicidad de la mayoría de los contribuyentes a los que ahora, en nuestro mundo virtual, han pasado a ser unos meros obligados tributarios.
Las nuevas tecnologías han cercenado la relación personal, la cercanía, y la inmediatez, y nos han introducido al mundo virtual de la soledad. La IA ha tomado el poder. Quizá, en un futuro, un holograma sea nuestro interlocutor.
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Profesor de la UPF y socio Director de DS, Abogados y Consultores de Empresa