
Los adolescentes se caracterizan, entre otras cosas, porque creen que lo que piensan es la verdad. El genial Jean Piaget, aquel científico suizo que a golpe de meticulosidad y perseverancia revolucionó la Psicología, nos contó que, en la adolescencia, ocurre una suerte de egocentrismo cognitivo que provoca un exceso de confianza respecto a los propios pensamientos. Por eso es imposible discutir con un adolescente: en el mundo de las ideas siempre ganan.
Fue en la primera revolución industrial cuando la especie humana entró en su pubertad. La invención de las máquinas comenzó a dotar a la humanidad de la falsa sensación de que no solo podía explicar la realidad, sino que podía dominarla. Poco más tarde, el paradigma de la profesionalización y la superespecialización de mediados del siglo pasado no hicieron sino incrementar esa sensación y, en ese momento, el ser humano, bien cargado ya de grandes cantidades de hormonas, entró en su adolescencia por la puerta grande: imaginar algo tan improbable y extraordinario como pisar la luna se convirtió en realidad y, a partir de entonces, no quedó ninguna duda de que la humanidad lo podía todo.
El reguero de descubrimientos que nos trajo la era de internet, y los que se siguen cosechando hoy en día, no hacen sino seguir contribuyendo a la idea de que el ser humano es la criatura suprema y que posee un ingenio capaz de lograr casi cualquier cosa. Lo que equivale a creer que su pensamiento es la verdad.
Los adolescentes también creen que lo que piensan es la verdad. Por eso se enfadan y hasta lloran cuando sus predicciones no funcionan. Les enajena el hecho de no comprender por qué eso que dentro de su cabeza era un edificio sustentado por fuertes arbotantes lógicos, fuera de ella se desmorona como una torre de arena cuando llega la marea. No hay sufrimiento comparable al que vive un adolescente que enfrenta su primera ruptura, quizá su primera constatación de que la vida es la que es, no la que se imagina que es.
De igual manera, el corazón de nuestra sociedad se desboca y su respiración hiperventila cuando sobrevienen crisis financieras, guerras, o desastres climáticos o sanitarios. Como a los adolescentes, no nos cabe en la cabeza que tales cosas nos puedan ocurrir a nosotros. Nosotros, que hemos secuenciado el genoma humano, descubierto agua en Marte y encontrado la partícula de Dios.
Un estudio reciente sugiere que las personas con menos autonomía prefieren las culturas estrictas. Es decir, que quienes carecen de su propio impulso y criterio se sienten más seguros cuando alguien les dice lo que tienen que hacer. No se sabe si este descubrimiento también funciona al revés, es decir, si las culturas estrictas producen personas con menos autonomía y, por tanto, menos maduras. Pero la hipótesis es sugerente.
Cuanto más sigamos creyendo que lo podemos explicar todo, o que lo podemos todo, tanto más seguiremos sufriendo cada vez que algo inesperado o inexplicable se cruce en nuestro camino, individualmente o como sociedad.
El sufrimiento de la ruptura adolescente no solo deviene de un fallo en la predicción, sino también de cerrarse cerrilmente a cualquier otra relación menos la suya, menos la que acaba de perder. De igual manera, cuanta más fe tengamos en nuestro poder y en nuestras predicciones, podremos cosecharnos un sufrimiento infinito ese día futuro en que, por ejemplo, alguien nos diga que las medidas para el cambio climático están funcionando en todos los países menos en el nuestro. O que se puede luchar con cualquier bacteria menos con la que está a punto de provocar otra pandemia. O que es posible curar cualquier cáncer menos el nuestro.
Dicen que está por venir otro desastre. A veces se habla de otra pandemia, o de un apagón global, o de un crecimiento descontrolado de la inteligencia artificial que acabe con la humanidad tal y como la conocemos. Aunque, en realidad, no nos hace falta ningún presagiador de fatalidades. Nuestro pasado reciente nos dice que en el mundo seguirá habiendo guerras, desastres climáticos y calamidades impredecibles. Y mientras que sigamos empeñándonos en creer que nuestro ingenio lo puede todo, menos antídotos tendremos para evitar nuestro propio dolor.
A pesar de las apariencias, no hemos nacido en la era en la que el ser humano lo puede todo, porque el ser humano jamás lo podrá todo. Ni ahora ni nunca. Por eso es urgente abandonar nuestra adolescencia y madurar como sociedad, abrazando de una vez por todas lo incierto que habita en nuestro futuro. Lo incierto que, paradójicamente, parece ser lo único cierto.