
Un informe de la OCDE que tomó datos de 2021 desveló que las empresas y los ciudadanos españolas soportaban una presión fiscal del 38,8%, más de cuatro puntos por encima de la media de las economías desarrolladas. A pesar de ello, el Gobierno prosiguió durante el pasado año con su política económica basada en subir impuestos.
No en vano, desde el estallido de la guerra en Ucrania, se han incrementado siete tributos (Sociedades, IRPF para rentas altas y cotizaciones sociales, entre otros) y se han creado cuatro nuevos gravámenes (impuestazos a banca y energéticas y tasas al plástico y a las grandes fortunas). Gracias a ello Hacienda elevó la recaudación fiscal más de 20.000 millones sobre lo previsto hasta el récord de 256.000 millones. A cambio, el Ejecutivo asfixió un poco más a empresas y contribuyentes. Un esfuerzo extra que es nefasto para el consumo, al golpear unos presupuestos familiares que ya sufren por la inflación. Pero el desmedido afán recaudatorio con las compañías no sólo empeora su competitividad y frena su capacidad para crecer y crear empleo. También hunde las opciones de España para atraer las inversiones productivas que tanto necesita la economía. Y por si aún faltara algo, la excesiva presión fiscal también puede animar a las grandes empresas a que aprovechen la libertad de capitales que existe en la Unión Europea y se marchen del España. Ferrovial ya lo ha hecho aunque en su caso ha sido por el interés de cotizar en EEUU. Pero es evidente que España está en clara desventaja para competir con otros países europeos, como es el caso de Holanda, en los que ni se criminaliza a las empresas ni se las castiga con una batería de tributos que lastran su actividad.