La EPA del cuarto trimestre muestra un notorio frenazo en la creación de empleo. Así, el número de ocupados descendió en 81.900 personas, el peor dato desde 2013. Asimismo, los parados aumentaron en 43.800, su peor registro en diez años y su mayor subida para un cierre de año desde 2017.
Ni siquiera los datos desestacionalizados otorgan alegrías, al mostrar una variación trimestral en la generación de puestos de trabajo del -0,01%. Las cifras dejan claro que el efecto positivo de la reforma laboral, ya puesto en duda por el impacto de los contratos fijos discontinuos, se desinfló en la segunda mitad del pasado año. De hecho, los datos habrían sido incluso peores sin el aporte positivo del sector público, el único que ha sido capaz de generar empleo. A ello han contribuido sin duda, las CCAA, que ya acaparan seis de cada diez trabajadores de la Administración. Se demuestra así que la mayoría de las regiones ha seguido la senda del Gobierno central de lanzar ofertas públicas de empleo para anotarse una mejoría artificial del mercado laboral de cara a las elecciones. Una política que solo contribuye a hundir la productividad de la economía, destruyendo recursos que mejor se destinarían a impulsar la competitividad de las empresas o a fomentar la actividad y la creación de empleo en sectores clave. Se trata, además, de un trabajo de peor calidad, ya que los funcionarios siguen concentrando las mayores tasas de temporalidad. El aumento del empleo público supone, por tanto, una pésima noticia para el sector privado, pero también para los propios trabajadores que ven malgastadas sus oportunidades de prosperar en una economía más sólida. Además, es una estrategia temeraria que dificulta aún más el cumplimiento de los objetivos de deuda y déficit.