
Por lo que uno sabe a través de los medios, Pedro Sánchez lleva sin llamar al líder de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, más de seis meses y no parece que esté dispuesto al diálogo con el PP, excepto si este partido se aviene a bajarse los pantalones y apoya cambios favorables a Sánchez en el Consejo General del Poder Judicial o en decretos ley de los muchos que el Gobierno ha puesto en circulación.
El día que Feijóo declaró que sería necesario tomar medidas encaminadas al ahorro de energía un gobernante normal le habría invitado para intercambiar criterios, pero Sánchez no hizo tal cosa, porque no quiere y además no puede. No quiere porque él es así de dominante y no puede porque el mero hecho de consultar con la oposición llevaría al amotinamiento de sus socios populistas y separatistas.
Es evidente que Sánchez prefiere estar a disposición de su mayoría de investidura, es decir, de unas gentes que son populistas, identitarias y en su mayoría extremistas que lo sostienen desde que ganó la moción de censura.
Lo que en su origen fue una apresurada recolección de apoyos contra "la derechona" ha terminado en matrimonio indisoluble.
En palabras del analista Ignacio Varela, Sánchez "nació con Frankenstein y morirá con él, cualesquiera que sean los problemas que tenga que afrontar España en el futuro. Esta sociedad política lo acompañará en lo que le quede de vida a esta legislatura, eso está claro; pero también en las siguientes, si es que consiguiera permanecer en el poder. Descartada por inverosímil la hipótesis de una mayoría suficiente para gobernar en solitario, Pedro Sánchez solo podría seguir gobernando España con la compañía que él ha elegido: no para una temporada, sino para el resto de su carrera política".
Claro que este camino tendrá efectos electorales inevitables. Cuando se abran las urnas de nuevo, todos los españoles sabrán con certeza que votar al partido de Sánchez conlleva hacerlo también por un poder compartido con los restos de Podemos, con ERC, con Bildu, etc., y también con todo lo que se mueva en el espacio de la destrucción constitucional.
La próxima será la quinta vez que Sánchez se presente a unas elecciones generales y la primera en la que los votantes conocerán de antemano la naturaleza de las alianzas con las que se propone gobernar. Quien lo respalde con su voto lo hará con plena consciencia de ello. Y esa clarificación no es buena para Sánchez, quien, según las encuestas preelectorales, tiene muy pocas probabilidades de seguir en La Moncloa, y más si se contempla la dispersión que se está produciendo en la extrema izquierda, cuyos resultados en Andalucía han sido desastrosos.
En las próximas elecciones generales no serán las necesidades de nuestro país lo que determine las alianzas políticas, sino que los aliados ya vienen definidos de antemano y la agenda del actual Gobierno se viene construyendo a la medida del pacto de Gobierno, no a la del país.
Pero España necesita, antes que cualquier otra cosa, un Gobierno que ponga en órbita medidas consensuadas entre izquierda y derecha. Vistas así las cosas en el campo ideológico y político, lo más probable es que el desastre andaluz se repita en las generales. Pero eso depende de ustedes, amables lectores.