
A medida que se ha ido consolidando una tendencia estable con respecto a la cuestión del cambio climático, el ritmo de los cambios físicos y políticos que afectan a nuestro entorno medioambiental y normativo puede haber cogido desprevenidos a muchos inversores. Esto plantea la duda no sólo de cómo afrontar la creciente incertidumbre, sino también de qué otros riesgos pueden estar al acecho.
El cambio climático se ha convertido, con toda la razón, en una de las principales preocupaciones. La temperatura media mundial ya ha aumentado algo más de 1°C en todo el mundo, pero a nivel regional los cambios han sido mucho más marcados. La ola de calor en Europa y la sequía que hay actualmente en España son un claro recordatorio de que cambios aparentemente pequeños pueden tener un importante coste local, humano y económico.
Más allá del cambio climático, los investigadores del Centro de Resiliencia de Estocolmo han identificado un total de nueve límites planetarios que, en conjunto, definen el espacio operativo seguro para la humanidad. Estos límites están relacionados con el calentamiento global, pero también con la contaminación agroquímica, los residuos tóxicos, el uso del agua dulce y la pérdida de biodiversidad, y todos ellos representan límites ambientales de riesgo que no podemos permitirnos cruzar. Una vez traspasados, pueden llevarnos a un punto de inflexión en el que los cambios que se produzcan en nuestro entorno puedan ser calamitosos y difíciles de revertir.
Para los inversores, no se trata simplemente de una preocupación medioambiental, sino más bien financiera. Más de 44.000 millones de dólares, lo que supone más de la mitad del PIB mundial, dependen directa o indirectamente de la naturaleza. Aparte de la dependencia a materiales naturales de nuestras industrias alimentaria, textil y de materiales, sectores como el farmacéutico, el turístico o el inmobiliario obtienen también gran parte de su valor de la naturaleza. A medida que nuestros ecosistemas disminuyen, también lo hace el capital natural del mundo, es decir, la capacidad de la naturaleza para generar y mantener estos servicios y flujos económicos.
La transición a una economía neta cero y positiva para la naturaleza es, por tanto, una necesidad inmediata, con implicaciones para la asignación de capital y la gestión de las carteras de inversión. Con el 90% de la economía mundial comprometida con el objetivo de cero emisiones, el coste de las tecnologías verdes en descenso y el cambio de comportamiento de los consumidores, los inversores también son cada vez más conscientes de la variedad de riesgos transitorios, físicos y de responsabilidad a los que pueden enfrentarse a través de sus carteras, y de la necesidad de replantear la asignación en consecuencia.
Este replanteamiento debe empezar por comprender cómo la transición hacia un modelo económico más sostenible puede remodelar sectores e industrias. La transformación de nuestro sistema energético hacia una economía más electrificada que utilice energías renovables es quizá el ejemplo más evidente. Sin embargo, no es suficiente en sí mismo, ya que al mismo tiempo debemos evolucionar hacia una economía más ágil y circular, así como repensar nuestra relación en general con la naturaleza.
Evitar el problema no es una solución viable. Pocos sectores están aislados de la transición. Cuando un sector está muy expuesto a las emisiones, otro depende en gran medida del agua y un tercero puede enfrentarse a flujos de residuos cada vez mayores. Incluso cuando se pueden identificar sectores de bajo impacto, a través de la exposición de proveedores, clientes o mercados, los retos medioambientales pueden seguir repercutiendo en toda la cadena de valor.
Por consiguiente, en lugar de evitar el desafío, los inversores deben abordar las preocupaciones medioambientales. Esto requiere, en primer lugar, comprender el nivel de ambición y credibilidad con el que las empresas pueden estar gestionando sus huellas medioambientales. Cuando un sector es muy contaminante hoy en día, resulta crucial entender qué líderes se están moviendo para abordar esta situación aprovechando las opciones tecnológicas o explorando la relevancia de nuevos modelos de negocio disruptivos. Y debemos comprender qué nuevos productos, tecnologías o soluciones pueden contribuir a posibilitar o acelerar estas transiciones. En segundo lugar, como inversores también debemos preguntarnos qué empresas pueden seguir siendo aptas para el futuro y seguir ofreciendo una rentabilidad estable. Una empresa puede fijarse objetivos ambiciosos de descarbonización, pero si no ha tenido en cuenta las implicaciones sobre el gasto de capital o los modelos de precios, puede no llegar a la línea final. Por el contrario, una empresa atrasada en la transición puede tener todavía la oportunidad de ponerse al día, siempre que tenga el dinamismo que se le exige y se enfrente a alternativas viables. En última instancia, la alineación medioambiental y los resultados económicos están estrecha e inexorablemente vinculados. La transición a una economía neta cero y positiva para la naturaleza es trascendental. Mientras que las emisiones se han duplicado a lo largo de cincuenta años, limitar el calentamiento a 1,5 °C exigiría invertir esta tendencia en una década. Para los inversores, las implicaciones son profundas, y obligan a identificar aquellas empresas en las que invertir que comprendan las hojas de ruta necesarias.