Opinión

El impacto económico de los procesos secesionistas: Quebec

  • Los miedos crean perjuicios aunque no haya separación
  • Quebec ha perdido actividad y población

La semana pasada, el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo publicaba los datos de inversión extranjera en España correspondientes al primer trimestre de 2019.

En los medios de comunicación se destacaba que el 76 por ciento de la inversión extranjera que viene a España se dirige a Madrid, mientras que solo el 16 por ciento lo hacía a Cataluña. De aquí, algunos derivaban que esto reflejaba cómo Cataluña, y específicamente Barcelona, ha perdido peso como foco de atracción para que empresas internacionales sitúen su sede en España.

Sin embargo, los datos de inversión extranjera no son un buen indicador del impacto negativo del proceso secesionista sobre la economía catalana. En primer lugar, porque estas cifras no nos dicen gran cosa desde el punto de vista del impacto económico real de la inversión. Y ello se debe a que los datos se regionalizan en función de la sede social de la empresa que recibe la inversión, y no del lugar donde efectivamente la misma se lleva a cabo. Así, si una empresa tiene su sede social en Madrid, la inversión se registrará como realizada en Madrid, aunque la misma se destine a ampliar una instalación en Asturias.

Además, los datos de inversión extranjera son muy volátiles, ya que muchas veces dependen de operaciones puntuales. Así, en los últimos años se ve cómo, en ocasiones, Cataluña ha recibido escasos volúmenes de inversión aumentando ésta sensiblemente al siguiente año; así ocurrió, por ejemplo, en 2009, que Cataluña registró el 12 por ciento de la inversión extranjera en España, pasando a ser ésta del 39 por ciento en 2010.

Pero esto no significa que los procesos secesionistas no tengan un impacto económico importante. De hecho, en 2018 la inversión recibida por Cataluña desde el exterior fue un excepcional 6 por ciento, que podría, en este caso sí, en parte ser explicado por el clima de incertidumbre creado por los partidos secesionistas que hacen perder valor a Cataluña como puente entre España y Europa, que es una de las características relevantes de la economía del Principado.

Efectivamente, los procesos secesionistas no sientan bien a las economías. La inestabilidad política que generan no son el me-jor caldo de cultivo para atraer a quienes ya tienen suficientes problemas como inversores, como para que se les añadan algunos más. Un buen ejemplo de esto lo tenemos en la provincia canadiense de Quebec.

Quebec ha celebrado dos referendos secesionistas. El primero en 1980 y el segundo en 1995. En ambos casos se convocaron en momentos de crisis económica, con la idea, al igual que en Cataluña, de que es más fácil que la población acepte un cambio radical del orden constitucional en un momento de pesimismo económico. Los historiadores saben bien que sin las malísimas cosechas de 1787 y 1788 nunca se hubiera tomado la Bastilla.

Estos dos referendos fallaron en conseguir un apoyo masivo de la provincia francófona a la secesión de Canadá. Pero, pese a ello, los dos intentos dejaron durante unos años una huella negativa en la economía de Quebec. Para mostrar esto, podemos ver cómo se comportó la renta per cápita de Quebec con relación a Ontario, su gran rival anglófona, en los años posteriores a los referendos.

En 1980, cuando se celebra el primen referéndum secesionista, Quebec tenía el 85 por ciento de la renta per cápita de Ontario. Ocho años mas tarde, esta diferencia había aumentado: Quebec ya sólo tenía un 78 por ciento de la renta de Ontario. Es decir, en los años inmediatamente posteriores al referéndum, la provincia francófona había perdido casi siete puntos de renta respecto a la anglófona. Esta pérdida de renta relativa vino acompañada del cambio de sede social de cientos de empresas desde Montreal a Toronto y de la huida de 200.000 residentes anglófonos en los años previos y posteriores al referéndum.

La renta de Quebec respecto a la de Ontario se fue recuperando a principios de los 90. Así en 1995, cuando se celebró el segundo referéndum, la renta per cápita quebequesa volvió a situarse en el 83 por ciento de la de Ontario. Pero tras la celebración del referéndum de 1995, ésta volvió a caer hasta el 81 por ciento en el año 2000. Desde entonces, ha tenido una lenta recuperación, pero todavía hoy no ha alcanzado los niveles de renta respecto a Ontario que tenía en 1980.

Además, el impacto económico de la inestabilidad creada por los referendos se trasladó a la influencia de las dos principales ciudades canadienses. Montreal, que hasta entonces había sido el centro económico y cultural de Canadá y apenas dos años antes había celebrado unos juegos olímpicos, perdió definitivamente su batalla particular frente a Toronto. En 1980, la población de Toronto y la de Montreal era prácticamente la misma, algo menos de tres millones de habitantes. Hoy el área metropolitana de Toronto alcanza los seis millones de habitantes, frente a un Montreal que apenas supera los cuatro millones. Igualmente, mientras en los años ochenta Montreal era un centro financiero de primer orden en Canadá, en la actualidad la Bolsa de Toronto concentra la gran mayoría de las transacciones financieras del país.

Lo mismo ha ocurrido a nivel provincial. Mientras la provincia de Ontario ha incrementado su población un 65 por ciento desde 1980, hasta alcanzar los 14,3 millones de habitantes, Quebec lo ha hecho solo en un 29 por ciento. Hoy tiene apenas el 58 por ciento de la población de Ontario, cuando en 1980 era el 75 por ciento. Nada mejor expresa el impacto negativo de la inestabilidad constitucional que esta diferencia en crecimiento de la población.

Las conclusiones que podemos obtener del ejemplo canadiense son importantes. La amenaza de inestabilidad que crean los procesos secesionistas tiene fuertes impactos económicos y demográficos. Incluso aunque estos procesos no alcancen sus objetivos, como es el caso de Quebec o Escocia, la incertidumbre que crean tiene serias consecuencias.

Algunos de estos impactos se terminan suavizando con el tiempo, cuando la sensación de inestabilidad va desapareciendo, pero otros, especialmente los cambios demográficos, quedan para siempre. Un proceso de ruptura, aun siendo fallido, puede terminar con la pérdida de peso relativo del territorio en el que se intenta el cambio constitucional, ante la incertidumbre que el propio proceso genera.

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