Opinión

La Administración Pública no debe ser rehén de la política

  • La mala gestión hace que nuestras instituciones pierdan profesionalidad
Foto: Archivo

En España existe una Administración Pública que funciona razonablemente bien, especialmente en su nivel central, lo que ha contribuido a que el país haya podido sortear con daños menores de los previstos etapas difíciles de su historia, como la crisis económica, social y moral que se produjo a partir del año 2008. Aunque los efectos de este último episodio no se puede decir que hayan sido superados del todo, el hecho de contar con una Administración profesional y eficiente ha favorecido, sin ninguna duda y en buena medida, a que el modelo de transición de una España autoritaria a una España democrática haya sido un ejemplo para buena parte del mundo.

Sin embargo, desde esa misma transición se ha venido produciendo, de forma silenciosa pero continua, una tendencia de la clase política a controlar la Administración, a colonizarla. Ello, al principio, estaba justificado quizás por el temor a que una función pública reclutada bajo el régimen franquista pudiera torpedear los movimientos de reforma democrática, pero ahora, la mayoría de las veces, responde al puro afán de poder, legítimo o ilegítimo, del político de turno, que ha considerado que la Administración es un instrumento para ejecutar las políticas que él estima convenientes, sean de acuerdo con lo dispuesto en la norma legal o bien, simplemente, desconociéndola.

Esta situación ha comportado efectos negativos graves para nuestra Administración Pública. En primer lugar, ha supuesto un daño moral en forma de una creciente desconfianza de nuestros ciudadanos hacia nuestras instituciones, aunque hay que admitir que esa desconfianza se ha dirigido, mucho más que contra la Administración, contra las instituciones políticas.

Además, esta colonización de la administración ha tenido efectos más tangibles, como la disminución de su eficacia y profesionalidad dado que, como consecuencia de la misma, la Administración no siempre ha estado dirigida por los mejores, sino por los más amigos o por los más fieles. No hay que olvidar que para la ejecución de la acción administrativa no siempre se han elegido las mejores opciones, sino las que han sido impuestas desde arriba.

No obstante, esa debilitación de la independencia de la Administración ha tenido otra consecuencia aún más grave, que ha sido el debilitamiento de nuestros órganos de control interno y también de los órganos políticos de control, como el Tribunal de Cuentas, que ha llevado a que los innumerables casos de corrupción que se han producido en España en las últimas décadas no hayan podido ser atajados por estos órganos. No deja de resultar lamentable que tan pocos casos de corrupción hayan sido detectados por nuestros órganos de Intervención o de auditoría interna, pese a los magníficos profesionales que trabajan en ellos, o por el Tribunal de Cuentas, y que hayan tenido que ser sacados a la luz por denuncias de ciudadanos ante la fiscalía o ante las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Es evidente que la captura por la política de los órganos administrativos ha sido especialmente grave en los niveles superiores de la Administración Pública. Pero ello no se ha producido de una forma abierta y expresa, sino con medidas silenciosas que han abierto grietas en el sistema para debilitar tanto la posición del funcionario independiente (extensión desmesurada de la libre designación, reparto de ingentes cantidades de dinero con criterios no transparentes, a menudo discrecionales y no pocas veces arbitrarias) como la excesiva protección del funcionario que, legítimamente, ha optado por funcionarizar la política ante la ausencia de una verdadera carrera profesional en la administración.

En la cima de estos niveles superiores es donde se enmarca la figura del directivo público, que debe ser la cúspide administrativa, y en la que confluyen los espacios de la política y de la administración, el punto de engarce entre dos mundos que, si bien son distintos en su finalidad y en su misión, deben estar inevitablemente unidos y profundamente coordinados.

Desde la alta función pública siempre se ha defendido una administración al servicio de sus ciudadanos y, por lo tanto, bajo la dirección de sus representantes políticos, democráticamente elegidos. Pero una cosa es que la administración esté dirigida y subordinada al poder y otra muy distinta que esté sometida y colonizada por este poder.

A unos cuantos días de que se celebren nuevas elecciones legislativas y con algunas, y muy discretas, salvedades no se vislumbran grandes ideas, ni se atisba una excesiva preocupación en los respectivos programas electorales de los grandes partidos políticos por estas cuestiones, a pesar de lo vivido en temas de corrupción en los últimos tiempos. Aunque ello lleva a pensar que en la agenda de los políticos no está el propósito de profundizar en serio en la independencia y profesionalidad de la Administración Pública, desde Fedeca sabemos que es ya urgente el hacer de nuestra Administración Pública un espacio renovado, moderno, acorde al siglo XXI y en el que el mérito y capacidad primen sobre el nepotismo, el amiguismo y la dedocracia. Confiemos en que el próximo Gobierno que salga de las urnas comparta esta preocupación.

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