
En las pasadas semanas varias ciudades españolas sufrieron importantes huelgas en los servicios del taxi. Los propietarios de las licencias, fueran trabajadores autónomos propietarios de un vehículo, o personas con varias licencias, se levantaron en masa ante lo que consideraban una competencia desleal de los vehículos de turismo con conductor, los ya famosos VTC. Vehículos de transporte público donde, de similar manera, se dan casos de propietarios con múltiples licencias o profesionales autónomos que conducen su propio vehículo.
En este conflicto, en el que siempre sale perjudicada la libertad de opción de los consumidores, el caso de la ciudad de Barcelona, respondiendo al Decreto de la Generalitat que regula estos servicios, resulta paradigmático. Se trata, más que de regular un nuevo servicio de transporte que se ha impuesto de manera generalizada en el mundo, de poner cortapisas a nuevos servicios que han nacido con la explosión de Internet, las nuevas tecnologías y las redes sociales. Nuevos negocios, más eficientes y con menores costes, que están forzando a las empresas tradicionales a renovarse o, de no hacerlo, a desaparecer. Una situación que no es única en el transporte: se da en el comercio, donde Amazon está rompiendo todos los esquemas y que, a no tardar, entrará en otros servicios más allá del retail. Se da en el negocio hotelero con la presencia de Airbnb compitiendo con los modelos tradicionales. Se da con Netflix que hace temblar a las grandes productoras de Hollywood. Está en Google con su imparable modelo de venta de publicidad. También en Facebook y en decenas de otras plataformas tecnológicas que promueven la economía colaborativa, que se centran en satisfacer las necesidades de los usuarios con nuevas respuestas más competitivas y adaptadas a sus necesidades; y que, a la vez, abren nuevos espacios económicos a personas que, de otra manera, no tendrían ninguna otra oportunidad de incrementar sus ingresos.
Contra esto aparecen con demasiada frecuencia los reguladores en forma de Ayuntamientos o de Gobiernos que defienden un progresismo hacia atrás. Una situación que nos lleva a pensar qué habría sido de Europa y de la Revolución Industrial si se hubiera impedido la comercialización de la máquina de vapor y del telar mecánico asociado a ella.
El caso Cabify es el ejemplo de la incapacidad de algunos responsables políticos que obvian la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos; siempre en contra del mercado, de los usuarios y de la posibilidad de crear valor económico con nuevos modelos de negocio, tal como se hace en otros lugares.
De ahí, el Decreto de la Generalitat de Cataluña que exige 15 minutos entre la contratación del servicio y su prestación. Así como la imposibilidad de que los VTC no puedan circular vacíos o que puedan activar previamente la geolocalización, un instrumento que resulta ser la base del servicio.
Cabify es el exponente evidente de este tipo de políticas. Una empresa española que opera en más de 120 ciudades en el mundo, con miles de empleados directos y con cerca de 200.000 indirectos, siendo España uno de sus puntales económicos en facturación y empleo. Pero, además, este caso coarta a los ciudadanos su libertad de elegir y cercena la competencia, ejes fundamentales del desarrollo económico en una economía de mercado como la nuestra. Cuando se dice que se defiende a la gente, pero se va en contra de su libertad, aparece la evidente contradicción de unas políticas que al final resultan regresivas y destruyen valor económico. Pero hay más. España tiene un importante problema de productividad, de tamaño de empresas y de una imperiosa necesidad de empresas innovadoras que apuesten por la economía digital. Estados Unidos, Rusia, China, Alemania o Francia, por ejemplo, han apostado por el desarrollo de empresas tecnológicas que den vida económica a sectores tradicionales, y uno de ellos es la movilidad que, dentro de no mucho, nos sorprenderá con vehículos autónomos sin conductor. Además, los nuevos modelos de negocio y la competencia son motores de desarrollo económico y de nuevas oportunidades laborales, especialmente en los jóvenes; un capítulo donde España presenta unos números de desempleo juvenil alarmantes; en muchos casos con jóvenes que quedan fuera del circuito laboral sin ninguna posibilidad salvo que no sea un trabajo precario.
Cuando se habla de economía inclusiva, dar la espalda a estas nuevas realidades sin aportar una solución adecuada cierra la puerta al futuro de la sociedad. El hecho de que Cabify haya tenido que optar por una fórmula jurídica nueva, pasando de un modelo de agencia de viajes a otro basado en empresa de transporte, es la demostración de que algo falla en el esquema regulatorio establecido en Barcelona. Sin entrar en los aspectos jurídicos de ese cambio, resulta necesario que los poderes públicos apuesten con más decisión por la innovación y la apertura a nuevos modelos de negocio que, protegiendo lo existente, den cauce a la aparición de nuevas empresas tecnológicas españolas que compitan en la economía global. El caso de Cabify en Barcelona no es el camino a seguir. Como tampoco el modelo de ciudad que se está implantando en la capital catalana. Un modelo que hace añorar la ciudad que fue no hace tanto tiempo.