
El pasado 2 de junio de 2018, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, que en 2015 y 2016 fue candidato por ese partido, sin éxito, a la Presidencia del Gobierno, ganó, por primera vez en España, una moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy, resultando investido presidente gracias al apoyo, además del PSOE, de formaciones como Podemos, PNV, PDeCat, Compromís, ERC, Nueva Canarias y Bildu, con proyectos y ejecutoria política incompatibles entre sí en materias de tanta trascendencia como la estructura, organización y forma política de Estado, la sanidad, educación, empleo, empresa, familia, pensiones o política fiscal). A pesar de que Sánchez, durante el debate de la moción, ofreció la surrealista posibilidad de retirar la moción si Rajoy dimitía, oferta contraria al fin último y real de la moción, que es el relevo en la presidencia, este último no lo hizo. Rajoy, pocos días después, abandonó no solo la vida política, en un clima de máxima tensión y divergencia, sino también la dirección del PP, dejando a su partido inmerso, todavía hoy, en personales luchas internas por su control político y en una clamorosa crisis de identidad, avivada por el crecimiento no previsto de Vox y por la incómoda presencia de Ciudadanos, partido este último posicionado como aliado del PP en esa moción. La derrota parlamentaria del expresidente popular facilitó que Sánchez ocupara de forma automática su puesto, ocupación que asumió como un gran éxito y logro personal, en contraste con su reciente precariedad política que le llevó, en 2016, a dimitir como secretario general del partido y a renunciar a su condición de diputado.
La convulsión vivida hasta ese momento, en especial respecto de Cataluña -celebración, contra la prohibición del Tribunal Constitucional, del referéndum de independencia del 1-O, en 2017, cuyo coste no se pagó con dinero público, según afirmó el exministro Montoro, pero que generó, según la Guardia Civil, un gasto de 3,2 millones de euros, de los que 1,6 millones estarían pendientes de pago, alcanzando el despliegue policial producido, según el entonces ministro de Interior, un total de 87 millones de euros; "asunción" por el expresidente catalán Puigdemont de un "mandato" del pueblo catalán para que Cataluña sea un "estado independiente en forma de república", dejando después en la cuneta y a su suerte a ese mismo pueblo con su fácil y esperpéntica huida; obligada aparición televisada del Rey, al seguir todavía vigente el Estado monárquico que dirige; proclamación de la "república catalana"; huida masiva de empresas del territorio catalán; ambigua aplicación del art. 155 de la Constitución, dejando intacto el aparato de propaganda de TV3; manifestaciones civiles contra el separatismo o la detención y envío a prisión de Junqueras y de otros siete exconsellers, -unida a una euforia inicial encaminada a la búsqueda de soluciones "mágicas" para resolver la quiebra territorial, social y económica originada por el 1-O (el fiscal jefe del Tribunal de Cuentas ha presentado ante este Órgano Constitucional una denuncia contra Puigdemont -que no podrá ser contactado en su domicilio de fuga, porque legitimaría su posición de fugado- y 17 altos cargos de su Ejecutivo por desviar de 8 millones de euros, un total de 7,5 millones en publicidad, habiendo sido condenado ya Artur Mas, entre otros, por ese mismo Tribunal, a pagar una fianza solidaria de 4,9 millones de euros), la lucha contra la corrupción, el desempleo, la implementación de una nueva política presupuestaria, la pretensión de un mayor peso en los asuntos exteriores, la sostenibilidad y el crecimiento económico, la investigación, la cultura, la inmigración y las políticas de memoria histórica o de género, eran, entre otros, los "estímulos" de un nuevo Ejecutivo para "instaurar" un nuevo modelo de gestión de los asuntos de gobierno. Este nuevo Gobierno, con un efectivo de 512.577 empleados y un presupuesto anual de 451.119 millones de euros, se presentó con la idea teórica de "sorprender e im-pactar", mezclando componentes de tipo técnico, como Borrell, Marlaska, Robles o Planas, ideológico, como Calvo, Delgado, Montero, Batet o Celaá, y otros más heterodoxos como el periodista Huerta, el maestro Ábalos o el astronauta Pedro Duque.
La llegada no gratuita al poder de Sánchez, permitida por partidos políticos antagónicos, con demandas muy determinadas y fáciles de exigir, al disponer aquel de tan solo 84 diputados, su compromiso de convocar elecciones primero, de agotar, sin garantías, la legislatura después, unido todo ello a la particularidad de sus integrantes, han condicionado en origen la viabilidad de su Gobierno.
Lo cierto es que después de ocho meses de "Gestión Sánchez", su Gobierno, dada su debilidad parlamentaria, ha abusado y abusará, en su tramo final de vida política, del mecanismo urgente y excepcional del Decreto-Ley. Sánchez ha empleado recursos públicos destinados a asuntos sin ninguna incidencia decisiva en la mejora de la calidad de vida del resto de sus compatriotas españoles que incidan de verdad en su seguridad, dignidad laboral, viabilidad económica, mejora sanitaria, investigación, pensiones, empleo juvenil, desarrollo y competitividad, dependencia o igualdad territorial y lingüística (de ello son ejemplos el empleo del recurso peligroso de la dialéctica "vencedores y vencidos", con la obsesiva exhumación de Franco, antiguo jefe de Estado que legitimó la actual forma política de Estado, queriendo "pasar a la posteridad" como aquél "que derrotó al General" eso sí, después de fallecido hace más de 40 años, o el radical "efecto llamada" con el asunto del Aquarius). Se han generado auténticas crisis internas de Gobierno, al ser Sánchez testigo de las fragilidades legales que han salpicado a sus ministros en distintos órdenes, tributario (Duque, dimisión de Huerta), de respeto institucional y personal, con chabacanos símiles de tipo sexual impropios de su género (Delgado), académico y formativo (dimisión de Montón, la propia tesis de Sánchez), patrimonial (Celaá) o relacionados con información privilegiada (Borrell). Sánchez ha seguido la corriente "generosa" de Rajoy en materia de financiación autonómica, ha utilizado medios rápidos y exageradamente caros de transporte (el ya famoso avión Falcón 900B, propio de una estrella me-diática) con el consiguiente gasto público, cuyo uso debe operar si concurren exclusivas razones de seguridad inapelablemente justificadas.
Pero, sin duda, dos son los motivos que realmente impiden la continuidad y determinan la caducidad y caída final del actual Gobierno español, siendo plenamente consciente de ello, el todavía presidente Sánchez, como se desprende de sus palabras, pronunciadas en tono pretérito, ofrecidas en la pobre, autocomplaciente y poco realista -por la obra que deja o mejor no deja- comparecencia pública ante los medios el viernes 15 de febrero, convocando elecciones generales para el próximo 28 de abril. Esos motivos se condensan en la tentativa "desesperada" de diálogo con los independentistas sobre el futuro de Cataluña y, sobre todo, en la imposibilidad de aprobar el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2019, fracaso producido por la especial negativa del PDeCat y ERC.
Respecto del primer asunto, Sánchez, actuando de forma incompatible con la responsabilidad de Estado y con la integridad y el orden constitucional vigente, llegó incluso a aceptar la figura de un "mediador" para dialogar con Torra, medida extrema que luego se vio obligado a desechar por la repulsa política de algunas fuerzas (PP, Ciudadanos y Vox) y de algunos barones del PSOE y sobre todo por el rechazo social (densa manifestación civil en la Plaza de Colón en contra de Sánchez y el independentismo). Esa grave incoherencia y harakiri político ha asestado un duro golpe irreversible en su credibilidad como jefe de Gobierno.
En cuanto a los Presupuestos, la fragilidad de su posición, la incapacidad en la estrategia, la falta de experiencia y dimensión en asuntos de Estado y la imposibilidad física y financiera de no poder contentar a la vez a "Dios y al diablo" (previsible cuando alcanzó su acuerdo de investidura) desemboca en el fin de una efímera, improvisada, resentida, conflictiva y nada productiva legislatura que origina la caída de facto del Gobierno Sánchez seguida de las correspondientes elecciones generales, que en buena lógica, para evitar confusión, costes duplicados, desorganización electoral y una desmesurada "borrachera electoral", no coincidirán con los procesos electorales autonómico, municipal y al Parlamento europeo.
Las nuevas elecciones generales, las terceras en tan solo cuatro años, con un nuevo sobrecoste público que tendremos que soportar exigirán acortar el periodo de campaña y su estilo, fomentando debates abiertos y claros, sin los habituales encorsetamientos de tiempos y temática, y desde luego demandan reducir el insoportable gasto electoral a efectuar (las últimas de 2016 costaron 131 millones). Asistiremos, desde este momento, a un combate sin cuartel y a todo tipo de descalificaciones, aunque sea para lograr un solo voto, entre los diversos partidos que concurren a esta llamada electoral, incluso dentro de su seno interno, como en el caso del PP o Podemos, por lo que cada día surgirán motivos para seguir esta lucha por el poder que compondrá un Parlamento multicolor, muy distinto al que ahora se disuelve.
En cuanto al trascedente, mediático -con retransmisiones televisadas que permiten comprobar la limitación dialéctica y de contenido de alguno de los acusados, a pesar de haber ocupado altos cargos en un gobierno territorial- y recién iniciado en el Tribunal Supremo juicio del "proceso independentista catalán" contra 12 responsables políticos catalanes, 9 presos y tres en libertad, por el referéndum no legal del 1-O y la declaración ilegal de independencia, será este alto Tribunal el que decida, con el mejor criterio, qué delitos son los que se han cometido, diversos según las distintas acusaciones (rebelión, el más grave, aplicable en los casos de una derogación de facto de la Constitución o por una declaración de independencia de parte del territorio, sedición, malversación y desobediencia), pidiendo la Fiscalía hasta 25 años de cárcel, la Abogacía del Estado, que cambió de criterio y descartó, con polémica interna, la rebelión, hasta 12 años de prisión, y la acusación popular, ejercida por Vox, que pide cárcel de hasta 74 años. Este proceso judicial no puede paralizarse por la convocatoria de elecciones generales, puesto que sería tanto como quebrantar uno de los principios fundamentales de un garantista Estado de Derecho, como es la preservación y defensa de la división de poderes.
Para los que permanecemos en el ejercicio profesional del servicio público, con una defensa firme y comprometida del desempeño independiente y especializado de tareas públicas en beneficio exclusivo del interés general, en ocasiones incluso con un alto coste personal y profesional (represalias, discriminación o postergación en la conformación de la carrera profesional) no nos queda más prestancia que estar alerta, como también lo debe estar cualquier ciudadano con derecho a votar, para que el futuro electoral inmediato que se nos presenta se decida con criterio, valentía y responsabilidad y no asistamos a constantes fracasos y frivolidades políticas que solo destruyen el avance, credibilidad y prosperidad de nuestra Nación.