
La Transición española (1975-1982) se ocupó de prohijar con mimo a los partidos políticos, que según la Constitución "expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son el instrumento fundamental para la participación política". A cambio de estas prerrogativas, solo se les exige una cosa: "Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos". Exigencia que todos ellos se han pasado, como se dice castizamente, por el arco del triunfo. Pero no se han quedado en eso, han invadido territorios que en buena ley les estaban vedados.
La Judicatura se ha politizado y los partidos también tienen en sus manos una buena cantidad de ONG, asociaciones de vecinos, etc., así como numerosas fundaciones. Una politización incompetente que también arruinó la mayor parte de las cajas de ahorros.
Sabemos por las encuestas que pocos españoles se fían de los partidos, pero al mismo tiempo los partidos son vistos como imprescindibles.
García Pelayo ya nos previno sobre la resistencia de las direcciones de los partidos a cualquier regulación. En efecto, suelen argumentar en contra de cualquier regulación porque limita su libertad de organización, pero al tener asignada una serie de privilegios parece lógico que su ejercicio se contrapese mediante normas que limiten el poder de sus cúpulas y garanticen que haya mecanismos que permitan controlar su actividad y exigirles responsabilidades. La situación actual tiene su origen en la Ley Orgánica de Partidos (LO 54/1978) y aún hoy los partidos tienen menos obligaciones de control y transparencia de sus cuentas y funcionamiento que una comunidad de vecinos.
El sistema español tiene uno de sus rasgos más específicos en la enorme cantidad de puestos políticos que salen a elección o designación cada cuatro años: 350 diputados y 252 senadores, 1.184 diputados autonómicos, 1.040 diputados provinciales, 8.116 alcaldes, 60.346 concejales, etc. En suma, un relevante rasgo estructural de la política española es la gran cantidad de personas cuyos puestos de trabajo dependen de la política y es dudoso que en los partidos haya capital humano suficientemente preparado para abastecer estos miles de cargos.
No es de extrañar que las listas electorales se hayan llenado de personas que provienen del aparato. Un sistema perverso de selección de las élites, que no elige a los mejores y que se ha convertido en uno de los más graves problemas que afectan hoy a la política. Es evidente el deterioro profesional, baste contemplar los currículum de los actuales ocupantes de esos puestos con los homónimos de hace treinta años para comprobarlo. Un deterioro que también se detecta viendo, simplemente, que la buena parte de los actuales representantes políticos no ha cotizado jamás (fuera de sus partidos) a la Seguridad Social por cuenta propia o ajena.