
Volvamos a fines de los 90. Tras una pausa de ocho décadas, la economía global se estaba reunificando. La apertura económica estaba a la orden del día. Se liberalizaban las finanzas. La naciente Internet pronto daría a cada persona del planeta acceso igualitario a la información. Se creaban nuevas instituciones internacionales para gestionar la cada vez mayor interdependencia. Nacía la Organización Mundial del Comercio. Se había firmado un acuerdo vinculante sobre el clima: el Protocolo de Kioto.
El mensaje era claro: la globalización no era una cuestión de liberalizar flujos de bienes, servicios y capital nada más, sino de establecer las reglas e instituciones necesarias para guiar a los mercados, fomentar la cooperación y suministrar bienes públicos globales.
Avancemos ahora a 2018. Pese a una década de conversaciones, las negociaciones globales sobre comercio iniciadas en 2001 no llegaron a ninguna parte. Internet se fragmentó y podría dividirse todavía más. El regionalismo financiero está en ascenso. El esfuerzo global para combatir el cambio climático depende de una colección de acuerdos no vinculantes, de los que Estados Unidos se retiró.
Aunque la OMC sigue allí, es cada vez más ineficaz. El presidente estadounidense Donald Trump, quien no oculta su desprecio de las reglas multilaterales, intenta bloquear el sistema de resolución de disputas del organismo. Estados Unidos pretende, contra toda evidencia, que las importaciones de BMW sean una amenaza a la seguridad nacional. Se le ordena brutalmente a China (por fuera de todo marco multilateral) que importe más, que exporte menos, que reduzca subsidios, que se abstenga de comprar empresas tecnológicas estadounidenses y que respete los derechos de propiedad intelectual. Los principios mismos del multilateralismo, un elemento clave de la gobernanza global, ya parecen una reliquia de un pasado distante.
¿Qué pasó? Pasó Trump, claro. El 45º presidente de los EEUU se abalanzó sobre la Casa Blanca como un elefante en un bazar, jurando destruir el edificio del orden internacional construido y mantenido por todos sus predecesores desde Franklin Roosevelt. Y tras asumir el cargo cumplió su palabra: se retiró de un acuerdo internacional tras otro e impuso aranceles a las importaciones de amigos y adversarios por igual.
Aun así, seamos francos: los problemas de hoy no empezaron con Trump. No fue Trump el que, en 2009, aniquiló la negociación de Copenhague para un acuerdo sobre el clima. No fue Trump el culpable del fracaso de la Ronda de Doha. No fue Trump el que pidió a Asia separarse de la red global de seguridad financiera administrada por el Fondo Monetario Internacional. Antes de Trump los problemas ya existían, solo que se los trataba con mejores modales.
Explicaciones no faltan. Una causa importante es que muchos participantes del sistema internacional están teniendo dudas sobre la globalización. Hay en los países avanzados una difundida percepción de que las rentas de la innovación tecnológica se están reduciendo aceleradamente. El obrero fabril estadounidense de ayer debía su nivel de vida a esas rentas. Pero como el economista Richard Baldwin demuestra brillantemente en La gran convergencia, la tecnología se volvió más accesible, los procesos de producción se segmentaron, y muchas de esas rentas ya no existen.
Una segunda explicación es que la estrategia de EEUU para Rusia y China fracasó. En los 90, los presidentes George Bush (padre) y Bill Clinton pensaron que el orden internacional ayudaría a transformar a Rusia y China en "democracias de mercado". Pero ninguno de los dos países ha convergido en lo político. China converge en cuanto a PIB y sofisticación, pero su sistema económico sigue siendo otra cosa. Como sostiene Mark Wu (de Harvard) en un artículo de 2016, si bien las fuerzas del mercado cumplen un papel importante en la economía china, la coordinación estatal todavía es omnipresente (como lo es el control del Partido Comunista). China inventó sus propias reglas económicas.
En tercer lugar, EEUU no está seguro de que un sistema basado en reglas ofrezca el mejor marco para manejar la rivalidad con China. Es verdad que un sistema multilateral puede ayudar a la potencia dominante y a la potencia en ascenso a no caer en la trampa de Tucídides de la confrontación militar. Pero en EEUU crece la idea de que el multilateralismo pone más restricciones a la conducta propia que a la de China.
Finalmente, las reglas globales se ven cada vez más anticuadas. Algunos de sus principios básicos (comenzando por la sencilla idea de encarar los problemas en forma multilateral y no bilateral) siguen siendo tan sólidos como siempre, pero otros fueron concebidos para un mundo que ya no existe. Las prácticas de negociación comercial establecidas tienen poco sentido en un mundo de cadenas de valor globales y servicios sofisticados. Y ya no es tan útil categorizar a los países por su nivel de desarrollo, dado que algunos combinan empresas globales de primera línea con bolsas de atraso económico. Pero aun así hay una inercia considerable, aunque sea porque para cambiar las reglas se necesita consenso.
¿Qué hacer entonces? Una opción es preservar lo más que se pueda del orden actual. Fue la estrategia adoptada después de que Trump retiró a EEUU del acuerdo climático de París: los otros firmantes siguen respetando el pacto. La ventaja de esta estrategia es que evita que el daño provocado por la conducta peculiar de un solo país se extienda. Pero si la actitud de EEUU es un síntoma, la estrategia conservacionista no ataca la enfermedad.
Una segunda opción es usar la crisis como una oportunidad de reforma. La Unión Europea, China y otros pocos actores (incluido, esperemos, EEUU en algún momento) deberían tomar la iniciativa de rescatar aquellos aspectos del viejo multilateralismo que sigan siendo útiles, pero transformándolos en nuevos acuerdos más justos, más flexibles y más adaptados al mundo actual.
Esta estrategia tendría la ventaja de identificar e incorporar las enseñanzas ofrecidas por el agotamiento de los esquemas tradicionales y la aparición de otros nuevos. Pero, ¿hay suficiente liderazgo y suficiente voluntad política para ir más allá de arreglos vacíos que solo sirvan para guardar las apariencias? El riesgo de una reforma fallida es que conduzca al total resquebrajamiento del sistema internacional.
En definitiva, la solución no está ni en cultivar la nostalgia del orden pasado ni en cifrar las esperanzas en formas blandas e ineficaces de cooperación internacional. La acción colectiva internacional demanda reglas, porque la flexibilidad y la buena voluntad por sí solas no bastarán para resolver los grandes problemas. El angosto camino hacia la solución pasa por determinar, caso por caso, los requisitos mínimos de la acción colectiva eficaz, y crear consenso en torno de reformas que satisfagan esas condiciones. Quienes creen que ese camino existe deben ponerse a buscarlo sin demora.