
Probablemente, la pregunta más frecuente que se hacen los economistas internacionales en estos días es: "¿Estamos viendo el comienzo de una guerra comercial?" Esta no es una pregunta que admita una simple respuesta de sí o no. A diferencia de una guerra convencional, no existe una declaración del gobierno que marque el inicio oficial de las hostilidades. Los aranceles han subido y bajado a lo largo de la historia, por razones tanto buenas como malas.
Además, incluso cuando las razones son malas, los aumentos arancelarios no siempre provocan represalias extranjeras. No hubo represalias, por ejemplo, cuando el presidente Richard Nixon impuso un recargo general a la importación del 10 por ciento en 1971, posiblemente en violación tanto del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (precursor de la Organización Mundial del Comercio), como de la legislación de los Estados Unidos.
Pero siempre existe el peligro de que los acontecimientos se salgan de control. China ha indicado claramente su intención de responder a las acciones de EEUU, aumentando el riesgo de una escalada por parte de un líder estadounidense errático. La amenaza del presidente Donald Trump, el 5 de abril, de imponer aranceles a otros 100.000 millones de dólares de exportaciones chinas, provocada por la respuesta de China a su propia acción anterior, apunta precisamente a esta amenaza de escalada.
Dicho esto, todavía hay razones para esperar que prevalezca la cordura. Primero, Trump se ha visto obligado a matizar algunas de sus acciones anteriores. Eximió a Argentina, Australia, Brasil, Canadá, Unión Europea, México y Corea del Sur de sus aranceles sobre el acero y el aluminio, minimizando el impacto en esos países y también en las industrias nacionales que utilizan esos metales. Los gobiernos extranjeros y las empresas nacionales se opusieron a la tarifa general inicial, al igual que el mercado de valores, con una reacción negativa. El mercado ejercerá una influencia moderadora sobre el presidente, si eso fuera posible.
En segundo lugar, la respuesta de China hasta ahora ha sido cuidadosamente calibrada en cada caso, casi exactamente igualando la amplitud de la acción estadounidense. Hacer menos habría sido visto como rendirse frente a la provocación de Estados Unidos. Hacer más, habría sido visto como una escalada peligrosa. Algunos dicen que los líderes de China no tienen más remedio que actuar con moderación. Debido a que tiene un superávit con los EEUU, China podría perder si el comercio bilateral se detiene. Pero eso es como decir que un país puede perder más que otro en un intercambio de armas nucleares.
De hecho, los políticos chinos tienen motivos más importantes. Debido a que China cuenta con una ratio más alta entre exportaciones y PIB que los EEUU, está más preocupada por preservar el sistema de comercio mundial; al evitar la escalada, China evita ponerlo en peligro. Y al apelar a la OMC, se posiciona como un campeón del comercio libre y abierto. Demuestra el liderazgo constructivo del sistema multilateral. En la medida en que otros países dependen de China para preservar el sistema comercial, es menos probable que se opongan a otras iniciativas estratégicas chinas, en el Mar del Sur de China y en otros lugares.
Ahora viene la parte difícil. El 3 de abril, la Administración Trump anunció su intención de imponer aranceles a 50.000 millones de dólares de las exportaciones chinas, en respuesta al espionaje in-dustrial, la concesión de licencias y otros problemas de propiedad intelectual. Obviamente, estas acciones comerciales son mucho mayores y más peligrosas que las que afectan a 3.000 millones de dólares de aluminio y acero chinos. La ironía es que las preocupaciones sobre la propiedad intelectual de EEUU están justificadas. Pero ni esas preocupaciones ni las represalias chinas beneficiarán a los EEUU, porque la última acción del gobierno viene de la mano de los falsos aranceles al acero y al aluminio de Estados Unidos, inventados, por así decirlo, por razones de seguridad nacional. Esta secuenciación y el uso imprudente del instrumento arancelario animan a los observadores a descartar incluso las preocupaciones verdaderas como noticias falsas.
¿Sigue siendo posible evitar lo peor? Como muy pronto, los 50.000 millones de dólares de los aranceles propuestos por la Administración Trump entrarían en vigor tras finalizar el periodo de alegaciones de 60 días. Esto le da a los gobiernos extranjeros, a las empresas y al mercado bursátil tiempo para retroceder.
Sintiendo la presión, la Administración Trump podría elegir matizar su política de propiedad intelectual, al igual que matizó sus medidas sobre acero y aluminio. En lugar de imponer aranceles generalizados, podría adaptar sus acciones a la controversia sobre la propiedad intelectual. Podría utilizar al Comité de Inversión Extranjera en los Estados Unidos para rechazar ofertas de empresas chinas en sectores específicos, en los que Estados Unidos posee una valiosa propiedad intelectual. Podría proseguir con sus quejas a través de la OMC. Aquellos que cuestionan si la Administración tiene la intención de seguir este camino deben tener en cuenta que, de hecho, presentó una queja ante la OMC contra las prácticas chinas de concesión de licencias de tecnología en marzo.
Por su parte, China debería mantener su mano tranquila y firme. Pero también debería mostrar la voluntad de abordar las preocupaciones justificadas de los EEUU, cuando estos adopten un enfoque basado en la OMC para perseguirlas, por ejemplo, flexibilizando sus normas sobre empresas conjuntas y reforzando su protección de la propiedad intelectual. Para aquellos que todavía esperan una solución sin acabar de creérselo, la buena noticia es que, entre bastidores, Estados Unidos y China aún negocian.