
Altanero como estaba desde hace cinco meses, confiado en que podía seguir burlando las estructuras judiciales no solo españolas sino de toda la UE, Carles Puigdemont ha cometido un error de valoración que ha puesto punto final a su alocada carrera hacia la impunidad. Desde este domingo no podrá ya convocar charlas ni conferencias para descalificar como lo ha hecho desde el pasado octubre a la democracia española, una de las más respetadas del mundo tras el éxito que supuso dejar atrás una dictadura gracias al entendimiento y la reconciliacion.
Estaba esperando la reactivación de la euroorden, en la permanente estrategia de adelantarse a los acontecimientos como los delincuentes que se saben perseguidos por docenas de coches policiales. El viernes se relamió al comprobar cómo el juez Pablo Llarena volvía a reclamar su detención, lo que permitía desde su óptica de ir a la contra una magnífica posibilidad de que en Bélgica, su país refugio, decayera la petición porque la rebelión no es contemplada en su peculiar ordenamiento jurídico nacional, el mismo que impidió hace algunos años detener a unos terroristas sitiados porque llegó la noche y a esas horas estaba prohibido entrar en domicilios particulares.
Y tras disfrutar de unos días del caluroso recibimiento en la fría Helsinki, cuya universidad albergó su conferencia y deberá ser reevaluada por el resto de europeos como destino Erasmus de nuestros jóvenes, emprendió viaje de retorno a Bruselas, no en avión como sería lógico, sino en automóvil para burlar las justicias de cuatro países del continente. Debió ser un ingenuo al pensar que, evitando el aeropuerto de Vantaa, llegaría placidamente a Waterloo parando en las áreas de servicio de Finlandia, Suecia, Dinamarca y Alemania. No calculó que los países democráticos tienen sistemas establecidos y legales para tener controlado a cualquier individuo en cualquier punto del planeta.
Puigdemont lleva casi medio año menospreciando la capacidad de un Estado para enfrentarse a un desafío como el suyo y el de sus colaboradores. Y por ende ha calculado mal también al valorar la capacidad del resto de Estados de la Unión Europea, que sólo debían esperar a ese mínimo fallo para hacer caer todo el peso de la justicia sobre él. Como el cartero de James M. Cain, la Justicia siempre llama dos veces a la puerta y siempre acaba lo que empieza.
Ahora resta solo dejar tiempo a que hablen los responsables de esos sistemas judiciales de países democráticos y justos, que lo son por muchos que estos días escuchemos decir lo contrario. Tal y como los policias, fiscales y jueces españoles que han actuado contra la secesión de Cataluña han sido tildados de fascistas, podría ocurrir que las autoridades alemanas sean ahora comparadas con los nazis. Lo que está por ver es si la respuesta será igual de paciente y comprensiva.