
Tristeza. Es el resumen de la jornada de ayer en Cataluña. El simulacro de referéndum llevado a cabo por el independentismo ha causado más dolor del que parecía. Ha demostrado que a la ley se le pueden tensar demasiado las costuras, visto que un grupo organizado y firmemente decidido puede sortearla hasta límites de creatividad insospechada.
Ha evidenciado que la proporcionalidad es una palabra tan vacía como manoseada, al tener que conjugarse con la estrategia política y el Gran Hermano de las redes sociales, constatado ya que hay un 2.0 por encima del 2-O. No solo eso, esa votación desordenada, en turbamulta, sin garantías, cae a plomo sobre todas las estructuras democráticas que tanto ha costado fraguar, conseguir y sostener a escala estatal y autonómica. También procede la desazón de ver cómo España es protagonista en la prensa internacional por unas imágenes que podrían haberse evitado.
Hay un factor que ahonda la herida: el momentum. Esto sucede cuando España supera con éxito una grave crisis de la que se ha salido con mucho esfuerzo y a través de recortes y sacrificios de la ciudadanía. Ya no cabe duda de que la aventura soberanista tendrá impacto en la actividad y la inversión, y que lastrará una economía que estaba levantando la cabeza por encima de los titanes de Europa y aplacando la sangría del desempleo que diezmó el epicentro de la recesión.
Además, las tensiones políticas vuelven a azuzar la sombra de unas elecciones anticipadas y el fantasma de la ingobernabilidad. Algo que es más probable hoy que hace una semana y que, de producirse, también ralentizará la economía y las grandes reformas que nuestro país tiene aún pendientes.
Doloroso balance el de una jornada que no se borrará de las retinas, y que por la buscada escenificación soberanista ya camina unida al marchamo de la marca España. Vae victis.