
La elección de Donald Trump fue recibida en todo el mundo con un desconcierto y un miedo justificables. Su victoria, tras una campaña electoral viciada y carente de datos, puso por los suelos la imagen de la democracia norteamericana. Pero, si bien Trump es impulsivo y ocasionalmente vengativo, una mezcla potencialmente fatal en un mundo ya frágil, su elección debería ser un incentivo para cuestionar ideas fallidas y avanzar más allá de una dependencia excesiva del liderazgo global inevitablemente imperfecto de Estados Unidos.
En muchas áreas políticas, lo que Trump hará en verdad es imposible de saber: allí reside el riesgo. Pero, en el caso de la política económica, hay una cosa que es clara: la política fiscal será más relajada. La forma exacta de sus estímulos probablemente resulte ineficiente y regresiva: los grandes recortes impositivos para los ricos exacerbarán la desigualdad que ayudó a atizar el éxito de Trump. Y sus planes de gasto en infraestructuras tal vez sólo tengan un impacto limitado.
Pero la razón de ser de un cambio de políticas así, que pasa de los estímulos monetarios a los propios de la expansión fiscal, tiene sentido. En todas las economías desarrolladas, la combinación de medidas prevaleciente en los últimos seis años (ajuste fiscal y condiciones monetarias excesivamente laxas) ha resultado en un crecimiento mediocre del ingreso medio pero en grandes aumentos de la riqueza para los que ya eran ricos. Si el estímulo fiscal de Trump provoca una reformulación de este tipo de políticas en otras partes, el resultado podría ser beneficioso.
Por otra parte, en materia de política comercial, los riesgos probablemente sean menores de lo que parecen a primera vista. Si Trump en verdad cumpliera con sus promesas de campaña de revisar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte e impusiera aranceles a muchas importaciones chinas, podría llevar la economía mundial de un crecimiento insatisfactorio a una depresión absoluta. Pero es más factible que una versión pragmática del Estados Unidos primero, centrada en lograr una reelección en 2020, se traduzca en algunas medidas esencialmente simbólicas (como aranceles antidumping sobre algunas importaciones de acero chinas) y el abandono de otras iniciativas de liberalización comercial como el Acuerdo Transpacífico y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión.
Si hasta ahí llega el proteccionismo de Trump, cualquier perjuicio a la economía global que resulte de ello será menor. Si bien la liberalización comercial de 1950 a 2000 ayudó a impulsar el crecimiento global, los beneficios marginales de una mayor liberalización son pequeños. En verdad, el foco de la política debería haberse centrado hace por lo menos diez años en las consecuencias distributivas adversas que pueden resultar de la globalización. Si la elección de Trump promueve una estrategia más reflexiva en torno de la liberalización comercial, puede ofrecer algún beneficio también en esta área.
De modo que el impacto de la elección de Trump en Estados Unidos y la economía global puede ser ligeramente positivo, al menos en el corto plazo. Lo que debería preocuparnos mucho más es el potencial impacto de su gobierno en la política global y en el medioambiente. Otros países tendrán que ofrecer el liderazgo que Estados Unidos no ofrezca, y hacerle frente a Washington cuando sea necesario.
Son pocos los comentarios de campaña de Trump que se pueden describir como reveladores y justos, pero estuvo acertado cuando sugirió que Europa no puede depender de que Estados Unidos la defienda si sigue mostrándose reacia a hacer una contribución más justa a la capacidad militar. La primera potencia mundial gasta cerca del 4 por ciento del PIB en defensa y responde por cerca del 70 por ciento del gasto militar total de todos los miembros de la OTAN. La mayoría de los países europeos no cumplen con el objetivo del 2 por ciento del PIB de la Alianza para gasto de defensa, pero siguen esperando que Estados Unidos ofrezca garantías de seguridad contra, por ejemplo, el aventurismo ruso. Un compromiso creíble por parte del Reino Unido, Francia y Alemania para aumentar el gasto en defensa, no sólo al 2 sino al 3 por ciento del PIB al menos reduciría el peligroso desequilibro en el núcleo de la OTAN.
La promesa de Trump de desarticular el acuerdo con Irán, en cambio, es una amenaza irresponsable y peligrosa para la paz mundial, que no haría más que fortalecer la postura de los líderes iraníes de línea dura. Pero éste no fue un acuerdo entre Estados Unidos e Irán; fue negociado por seis potencias líderes y respaldado por las Naciones Unidas. Esas potencias deberían dejar claro que no volverán a imponer sanciones y que cualquier intento por parte de Estados Unidos de imponer su voluntad a través de otros medios (por ejemplo, usando los sistemas de compensación en dólares como una herramienta de política exterior) sería contrarrestado por una acción coordinada. En el caso particular del Reino Unido, esto puede exigir la voluntad de disentir frontalmente con la política exterior norteamericana de una manera que algunos devotos de la llamada "relación especial" encontrarán incómoda.
En cuanto al cambio climático, la elección de un hombre que asegura estar seguro de que el calentamiento global es un engaño de los chinos, creado para perjudicar los negocios norteamericanos es claramente una mala noticia. Pero el ímpetu global para abordar el cambio climático puede y debe mantenerse. La caída en picado del precio de las energías renovables impulsará la inversión comercial en energía de bajo consumo de carbono, sin importar lo que haga Estados Unidos. Es más, el compromiso cada vez más fuerte de China para limitar y luego reducir sus emisiones es más importante que cualquier retroceso norteamericano, y la capacidad de Alemania de combinar un sorprendente éxito exportador con un rápido crecimiento de las energías renovables demuestra lo absurdo del argumento de que fortalecer una economía de bajo consumo de carbono amenaza la competitividad.
En Estados Unidos también las políticas en Estados concretos como California impulsarán el progreso tecnológico, más allá de la estrategia del Gobierno federal. Y la constante acumulación de pruebas incontrovertibles de que el calentamiento global es real puede lentamente alinear el equilibrio de la opinión pública estadounidense, y tal vez hasta la propia opinión de Trump, con la clara mayoría de los norteamericanos que creen que el cambio climático es un problema importante. El resto del mundo debería redoblar su compromiso con el acuerdo del cambio climático de París de 2015: la política sobre cambio climático no tiene que depender de lo que un presidente norteamericano actualmente diga que piensa.
Sería un error ignorar los peligros de la presidencia de Trump, y la incertidumbre sobre lo que hará, en sí misma, ya convirtió al mundo en un lugar más riesgoso, sin duda. Para los líderes políticos del mundo, la primera respuesta debe ser construir un orden mundial que sea menos dependiente del liderazgo norteamericano y menos vulnerable a los antojos de las elecciones en Estados Unidos.
Artículo de Adair Turner para Project Syndicate